Ensayo sobre la Tolerancia


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Escribe: John Locke | Cultural - 05 Apr 2015

Con motivo de la Semana Santa, les dejamos a continuación la parte introductoria del “Ensayo sobre la Tolerancia”, del inglés Jhon Locke (1632-1704), eminente y destacado representante del empirismo filosófico. Este texto, es menester mencionarse, brilla tanto por su lucidez como por su argumento, que todavía hoy tiene plena vigencia en el pensamiento contemporáneo.


En la cuestión de la libertad de conciencia que durante estos años ha sido tan debatida entre nosotros, una cosa que ha confundido principalmente el asunto, mantenido la disputa y aumentado la animosidad, ha sido, según pienso, que ambos bandos, con igual celo e igual desacierto, han tratado de extender demasiado sus pretensiones: el uno ha predicado la obediencia absoluta, y el otro, la libertad universal en materias de conciencia, sin determinar las cosas que pueden aspirar a la libertad, o sin mostrar los límites de la imposición y la obediencia.

Para aclarar el camino voy a proponer como fundamento de la discusión esta proposición que no podrá ser cuestionada ni negada, a saber:

Que toda la confianza, toda la fuerza y toda la autoridad que se depositan en el magistrado le son concedidas con el solo propósito de que las use para el bienestar, la preservación y la paz de la sociedad que tiene a su cargo; y que, por lo tanto, esta y sólo esta ha de ser la norma y medida según la cual debe ajustar y proporcionar sus leyes y modelar y enmarcar su gobierno. Pues si los hombres pudiesen vivir juntos apacible y tranquilamente sin estar unidos bajo ciertas leyes, no habría necesidad de magistrados ni de política, cosas que sólo fueron hechas para proteger a los hombres del fraude y de la violencia entre unos y otros; de tal manera que lo que fue el motivo de erigir el gobierno debería ser la norma y medida de su modo de proceder[3].

Hay algunos que nos dicen que la monarquía es ‘jure divino’ [de derecho divino]. No discutiré ahora esa opinión. Sólo me limitaré a advertir a quienes la propugnan que si lo que quieren decir con esto es, como es seguro, que el único, supremo y arbitrario poder y disposición de todas las cosas reside y debe residir por derecho divino en una sola persona, hemos de sospechar que han olvidado en qué país han nacido y bajo qué leyes viven; y tendrán que declarar completamente herética nuestra ‘Magna Charta’[4]. Si lo que entienden por monarquía ‘jure divino’ no es una monarquía absoluta, sino limitada (lo cual, según pienso, es un absurdo, si no una contradicción), deberían mostrarnos los estatutos venidos del cielo y dejarnos ver los documentos en los que Dios ha dado al magistrado el poder de hacer cualquier cosa, pero sólo si está dirigida a la preservación y el bienestar de sus súbditos en esta vida; si no, que nos dejen creer lo que queramos. Pues nadie puede ni está obligado a permitir que alguien pretenda ejercer un poder (que él mismo confiesa que es limitado) más allá de lo que él pueda demostrar que le corresponde.

Hay otros que afirman que todo el poder y autoridad que el magistrado posee se deriva de la concesión y consentimiento del pueblo; y a estos les digo que no puede suponerse que el pueblo dé a uno o a más de uno de sus prójimos una autoridad sobre ellos, como no sea con el propósito de su propia preservación, y sin que su jurisdicción se extienda más allá de los límites de esta vida.

Una vez sentada esta premisa, es decir, que el magistrado no debe entrometerse en nada que no esté dirigido a asegurar la paz civil y la propiedad de sus súbditos, consideremos ahora aquellas opiniones y acciones de los hombres, las cuales, en lo que a la tolerancia se refiere, pueden dividirse en tres categorías:

Primero están esas opiniones y acciones que en sí mismas no atañen en absoluto al gobierno y a la sociedad; y tales son todas las opiniones puramente especulativas y el culto divino.

En segundo lugar, las que por naturaleza no son ni buenas ni malas, pero afectan a la sociedad y al trato que los hombres tienen entre sí; tales son todas las opiniones prácticas y las acciones en materias de naturaleza indiferente.

En tercer lugar están las que afectan a la sociedad y son buenas o malas en sí mismas; tales son las virtudes y los vicios morales.

I
Digo que sólo la primera clase, es decir, las opiniones especulativas y el culto divino, son las únicas cosas que tienen derecho absoluto y universal a la tolerancia.

Hablemos primero de las opiniones puramente especulativas como la creencia en la Trinidad, el Purgatorio, la Transustanciación, los antípodas[5], el reino personal de Cristo en la tierra, etc. Que en estas cosas cada hombre posee una libertad ilimitada resulta evidente porque mis meras especulaciones no implican una predisposición por mi parte en lo que se refiere a mi trato con los hombres; y al no tener tampoco ninguna influencia en mis acciones como miembro de la sociedad, ya que mis acciones serían las mismas, con todas sus consecuencias, aun cuando no hubiera ninguna otra persona en el mundo, [tales opiniones especulativas] no pueden perturbar en absoluto el estado de mi prójimo, ni causarle inconveniencia alguna. De ahí que esas opiniones no caigan bajo la competencia del magistrado. Además, ningún hombre puede dar a otro hombre poder (y carecería de propósito el que Dios se lo diera) en aquellas cosas sobre las que él mismo no tiene poder. Ahora bien: que un hombre no puede tener mando sobre su propio entendimiento, o determinar hoy positivamente qué opinión tendrá mañana, es algo evidente que se deduce de la experiencia y de la naturaleza del entendimiento, el cual no puede aprehender más cosas de las que se le aparecen, lo mismo que el ojo no puede ver en el arco iris más colores de los que ve, ya estén esos colores realmente allí, o no lo estén.

La otra cosa que tiene justo derecho a una tolerancia ilimitada es el lugar, la hora y el modo de rendir culto a mi Dios, pues es este un asunto enteramente entre Dios y yo, y de una dimensión eterna que está por encima de la política y del gobierno, los cuales sólo se refieren a mi bienestar en este mundo; porque el magistrado es solamente el arbitro entre un hombre y otro hombre; puede hacerme justicia a mí frente a mi prójimo, pero no puede defenderme frente a mi Dios. Cualquier mal que yo sufra por obedecerle en otras cosas [el magistrado] puede repararlo en este mundo; pero si me obliga a abrazar una falsa religión, no podrá hacer reparaciones en el otro mundo. A esto añadiré que, incluso en cosas de este mundo sobre las que el magistrado tiene autoridad, nunca la tiene (y sería una injusticia que la tuviera) sobre cosas que trascienden el bienestar público. No tiene autoridad para obligar a los hombres a cuidar de sus asuntos civiles privados, o para forzarlos a perseguir sus propios intereses privados. Sólo los protege de ser invadidos y dañados en ellos por otros. Lo cual constituye una perfecta tolerancia. Y por lo tanto, bien podemos suponer que [el magistrado] nada tiene que decir acerca de mis intereses privados con respecto a otro mundo, y que no debe requerir mi diligencia ni prescribirme el modo de proceder en la persecución de ese bien que es muchísimo más importante para mí que cualquier otra cosa sobre la que él tiene poder. Pues el magistrado no tiene un conocimiento más cierto o más infalible que yo. En esto, ambos somos igualmente aprendices, igualmente súbditos. Y él no puede darme ninguna garantía de que no voy a perderme, ni ninguna recompensa si no me pierdo. ¿Puede ser razonable pensar que quien no puede obligarme a comprar una casa me fuerce a arriesgar la compra del cielo según su gusto? ¿O que quien no puede en justicia prescribirme reglas para preservar mi salud me imponga métodos de salvar mi alma? ¿O que quien no puede escogerme una esposa me escoja una religión? Si Dios (y este es el punto en cuestión) quiere que los seres humanos sean llevados al cielo a la fuerza, no tiene que ser por la violencia externa ejercida por el magistrado sobre los cuerpos de los hombres, sino por la presión interior ejercida por su Espíritu en sus almas, las cuales no pueden ser forjadas por ninguna presión humana. El camino a la salvación no es el resultado de una fuerza exterior, sino una voluntaria y secreta elección del alma, y no puede suponerse que Dios quiera hacer uso de unos medios que no puedan alcanzar, sino más bien impedir el logro de ese fin. Tampoco puede pensarse que los hombres hayan de dar al magistrado el poder de elegir por ellos el camino de la salvación, cosa que es demasiado importante para dejarla en manos de otro, si es que no imposible abandonarla. Pues cualquier cosa que mande el magistrado en lo referente al culto a Dios, los hombres deben seguir en esto necesariamente lo que les parezca mejor, porque ninguna consideración sería suficiente para apartar a un hombre del camino que él estaba persuadido de que iba a llevarlo a la felicidad infinita, o para obligarlo a tomar el camino que él pensaba que iba a llevarlo al sufrimiento infinito. El culto religioso, al ser el homenaje que yo rindo al Dios que adoro en la forma que juzgo que le es aceptable, y al ser una actividad o comercio que se establece exclusivamente entre Dios y yo, no contiene de suyo ninguna referencia a mi gobernador o a mi vecino; por consiguiente, y de modo necesario, no produce ninguna acción que perturbe a la comunidad. Pues arrodillarse o sentarse en el sacramento no puede tender a perturbar o dañar al gobierno o a mi vecino, más que sentarse o quedarse de pie alrededor de mi mesa; vestir un manto o un sobrepelliz en la iglesia no puede alarmar o amenazar la paz del Estado, más que vestir una capa o un abrigo en el mercado; ser rebautizado no ocasiona en el Estado una turbulencia mayor que la que ocasiona en el río, ni que la que ocasionaría el hecho de que yo me lavara en ese río. Si yo observo los viernes con el mahometano, o el sábado con el judío, o el domingo con el cristiano; si yo rezo sin utilizar una fórmula determinada; si adoro a Dios siguiendo las varias y pomposas ceremonias de los papistas, o el estilo más sencillo de los calvinistas, no veo que ninguna de estas opciones, si es llevada a cabo sinceramente y en conciencia, me haga un súbdito peor para mi príncipe o un peor vecino para mi prójimo, a menos que yo quiera, llevado por el orgullo o por la sobrestima de mi propia opinión y por una secreta arrogancia de infalibilidad, asumiendo un poder como divino, forzar y obligar a otros a pensar como yo, o censurarlos y maldecirlos si no lo hacen. Y esto, ciertamente, sucede con frecuencia. Pero no es culpa del culto, sino de los hombres; y no es la consecuencia de esta o de aquella forma de devoción, sino el producto de una depravada y ambiciosa naturaleza humana que sucesivamente hace uso de todas las clases de religión, como Ajab hizo del ayuno, el cual no fue causa, sino medio y artimaña para quitarle la viña a Nabot[6]. Los abusos de quienes profesan una religión no desacreditan esa religión (pues lo mismo ocurre en todas), más que la rapiña de Ajab desacredita el ayuno.

De lo que precede se sigue, según pienso, lo siguiente:

Que en las especulaciones y en el culto religioso, todo hombre tiene una perfecta e incontrolable libertad, de la cual puede hacer uso como le venga en gana, sin seguir las órdenes del magistrado, o incluso contrariándolas, sin incurrir en culpa o pecado en absoluto, siempre y cuando lo haga sinceramente y en buena conciencia para con Dios, según su conocimiento y persuasión. Pero si hay alguna ambición, orgullo, revancha, rebeldía, o algún elemento extraño que se mezcle con lo que él llama conciencia, tendrá otro tanto de culpa, y de ella habrá de responder en el Día del Juicio.


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