Febrero de lujuria: el festín orgiástico de la diablada…


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Escribe: Christian Reynoso | Cultural - 07 Feb 2016

[Presentamos a continuación un fragmento de la novela “Febrero lujuria” de Christian Reynoso, publicada en el año 2007 y que a la fecha cuenta con dos ediciones. De esta novela, el escritor Luis Veres ha dicho: “Es un magnífico libro que pone de manifiesto otra realidad del mundo peruano del Altiplano sur muy lejos de la denuncia indigenista y el realismo social que llena gran parte de su literatura a lo largo de los últimos cien años, un relato, por tanto, inserto en la postmodernidad más reciente”.]


Ya habían recorrido más de quince cuadras desde que partieron del Arco Deustua, considerando que solo el conjunto ocupaba no menos de cinco cuadras. Los estandartes se bamboleaban desde lo alto, a uno y otro lado, llamando la atención de los espectadores.

Era el virtual ganador: la Diablada Bellavista.

Todos los danzarines, orgullosos, movían sus cuerpos y trajes al compás de las bandas de músicos. Ellos, los músicos, cargaban la responsabilidad de hacer de sus ondas sonoras el éxtasis de la danza. No debían descuidar la expectativa de los espectadores, así sus pulmones reventaran de tanto soplar los instrumentos. Cornetas, trompetas, sacabuches y helicones brillaban y refulgían a su paso sin dejar de sonar un solo minuto.

Ubicado en la parte delantera del conjunto, en el primer batallón, Pepe Ramos se concentraba en sus movimientos sin desprenderse de la boca el pito que le servía para ordenar los cambios de pasos. Muy pronto llegarían a la plaza Pino para pasar delante de la Virgen, rendirle su devoción y luego continuar su paso ante el palco oficial. Tenía que disponer la presentación de tal forma que todos los espectadores quedaran con la boca abierta. Nada podía fallar.

Cuando su batallón estuvo frente a la imagen de la Virgen, él, sin perder tiempo, levantó los brazos para anunciar a todos que había llegado el momento cumbre. En seguida, al sonido de tres pitazos largos que dejaron en suspenso a los espectadores, el festín orgiástico de la danza de la Diablada empezó alrededor de la Virgen de la Candelaria.

Cientos de diablos con trajes rojos, dorados y amarillos candela empezaron a saltar como si estuvieran quemándose los pies en el mismo infierno, agitando sus melenas y haciendo sonar los cascabeles de sus botas en perfecta armonía con la música de la banda. Sus capas, máscaras y pañolones se movían y sus manos amarillas se agitaban y se perdían entre otras manos en uniforme vaivén a la Virgen. Y el olor a azufre y a incienso se sintió, mágico, desde el suelo y todos, señores del mal, extendieron sus trinches a los mortales espectadores para atraerlos a su frenético danzar. La Virgen, desde su altar, soberana, desplegó su manto para envolverlos y dominarlos. Ellos, despavoridos, huyeron saltando. Y como llegado del cielo apareció el arcángel San Miguel, hermoso, virginal, con su traje blanco y empuñando la espada y el escudo del bien para luchar contra el mal. Los cientos de diablos se dirigieron a él, rodeándolo, menospreciándolo hasta que se produjo el enfrentamiento inminente y cayó con las alas de ángel blandidas en su interior como señal de haber perdido la batalla, y al instante, una ráfaga de rayos provenientes de las once estrellas del resplandor de la Virgen, acorraló y sometió a los diablos. Y ellos, mareados por la luz, la cerveza y la agitación declinaron de sus malévolas intenciones y pidieron perdón a la Virgen. Ella, compasiva, les dio el ultimátum: un par de días más para que regresaran a sus aposentos y se sumergieran en los escollos de la oscuridad. Todos obedecieron con una sonrisa cómplice bajo las máscaras porque sabían que el encierro duraría solo un año, porque apenas llegaría el próximo febrero, el festín orgiástico se reanudaría y otra vez saldrían a las calles de la ciudad como malabaristas del mal a danzar, saltar y a sobornar a los creyentes y no creyentes a expandir las ansias de los siete pecados capitales.

Mareado por el esfuerzo físico, la agitación y la falta de aire por la presión de la máscara, Pepe volvió a soplar el pito para anunciar que el momento cumbre llegaba a su fin. Como un reflejo automático, las personas del palco oficial y los espectadores de la calle se pararon de sus asientos y empezaron a aplaudir. No había otra manera de expresar la admiración y el reconocimiento a ese conjunto que ofrecía tales maravillas artísticas. Era impresionante y eso que apenas era el primer batallón.

El conjunto siguió su paso a lo largo del frontis de la iglesia San Juan. El padre Esquivel no se cansaba de echar la bendición; Rolando Montoya, impresionado con el espectáculo, pensó que cómo sería si alguna vez todo esto se presentara en la Quinta Avenida de New York, como lo había dicho, muchos años atrás, el escritor José María Arguedas en un artículo. Se imaginó aún más: vio esa hermosa Parada de Danzas no solo en las calles de Lago Grande, sino en la Gran Vía de Madrid, o los Champs Eliseés de París, o la Insurgentes de Ciudad de México, o la Rivadavia de Buenos Aires. ¿Cómo reaccionaría la gente de otras latitudes frente a esto? Habría que verlo, se preguntó.


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