Inclusión social condición para la gobernabilidad


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Escribe: Edwin Catacora Vidangos | Nacional - 30 Mar 2014


Cuando nos ponemos a pensar en la inclusión social, partimos de la premisa que existe un gran número de personas excluidas, agrupadas en comunidades, minorías étnicas, que no gozan de la posibilidad de una interacción social horizontal, sobre todo, de tener la posibilidad de acceder a servicios esenciales, constituyendo una limitante de desarrollo para cualquier sociedad. El concepto de inclusión social ha sido uno de los pilares de la campaña del actual gobierno; sin embargo, la inclusión por este gobierno está concebida e implementada como un conjunto de políticas asistencialistas, cayendo en un tipo de política de corte neo-populista. Aunque en la modernidad que vivimos, todos somos iguales ante la ley; sin embargo, existen jerarquías e inmensas diferencias porque no todos tenemos igualdad de condiciones; las carencias sociales y la crítica cultural tiene que ver con la desigualdad social, entonces si existen excluidos es que existe desigualdad en el análisis social.

Por tanto, cómo pensar en una sociedad con un gran desequilibrio social cuando la gobernabilidad es consecuencia directa e inmediata de la racionalidad, de la arquitectura política adoptada en los sucesivos períodos históricos de cada sociedad. Si el gobierno nacional, los gobiernos regionales y locales, no tienen la posibilidad de proponer una agenda de transformaciones estructurales que sean políticamente legitimadas y que generen recursos necesarios para su efectivización hacia la inclusión social, el concepto de gobernabilidad no tendría sentido. Entendido así, como es originalmente aceptado, el concepto de gobernabilidad está asociado a una condición de posible operacionalidad del Estado con los sectores excluidos de la sociedad, como consecuencia de la capacidad institucional de gobernar.

La cada vez más latente inestabilidad de los sistemas políticos en el mundo entero nos coloca frente a un gran desafío en el análisis y el debate académico y político; las consecuencias desatadas a partir de la “crisis financiera” –iniciada en año del 2008 y agudizada hoy, ha puesto en jaque la versión ecléctica de la gobernabilidad que reapareció, en los años 90, en la agenda del Banco Mundial y de otras instituciones multilaterales, a lo que llamaron de governance o good governance, definición esclarecedora para muchos creyentes del sistema financiero, la efectividad de sus operaciones de ajuste e inversión es impedida por factores que contribuyen para una gestión ineficiente. Esos factores incluyen instituciones poco sólidas, la falta de una adecuada estructura legal, la fragilidad de los sistemas políticos inciertos y variables" (World Bank). Como organismos operativos definen la gobernabilidad de forma instrumental, pero no avanzan desde el punto de vista estratégico. Se debe a ellos un papel decisivo en la construcción del sentido común contemporáneo que condicionó la gobernabilidad de los países indistintamente, a la implementación de las "reformas estructurales" y a la construcción de instituciones político-económicas transparentes y confiables desde el punto de vista de la estabilidad de las leyes y de la manutención de los equilibrios macroeconómicos.

¿Qué enseñanzas nos deja estas aplicaciones por parte de las Instituciones multilaterales de desarrollo? a través del tiempo las definiciones apuntaron para "condiciones sistémicas de ejercicio eficiente del poder", tan generales cuanto infinitas, hoy descienden a la discusión de la "buena manera de generar los recursos públicos", tan detallada que prácticamente torna imposible cualquier aspiración de validez universal. ¿Porque, por ejemplo, una alta tasa de inflación sería mejor indicador de ingobernabilidad de lo que una alta tasa de desempleo? ¿Por qué el desequilibrio fiscal más que el desequilibrio comercial? O aún, ¿por qué una baja tasa de crecimiento más que una alta tasa de miseria y concentración de renta?

Es verdad, que el concepto de gobernabilidad está vinculado a una categoría estratégica, cuyos objetivos inmediatos pueden variar según el tiempo y el lugar, será siempre e irremediablemente situacionista. Así, como vimos en los años 60 y 70, la idea propuesta de la gobernabilidad apuntó para la eliminación de demandas y de actores sociales y políticos. Ya en los años 80, apuntó para la necesidad de privatizar los Estados y desregular las economías. Hoy estamos frente a un contexto diferente, después de la emergencia de un autoritaritarismo neoliberal que generó serias controversias en el funcionamiento del sistema político, la agenda económica y política nos sitúa frente al concepto que se viene colocando como la orden del día, el de la inclusión social,

LA GOBERNABILIDAD EN PERÚ

En nuestro país, el contexto del proceso electoral de 1989-1990, coincide con el momento crucial del agotamiento del modelo “Estado-céntrico” dentro del cual se había clasificado al Perú en las últimas décadas está íntimamente relacionado con el agotamiento del modelo populista y el ascenso del neoliberalismo, en un contexto marcado por una fuerte discordancia entre crecimiento económico y debilidad institucional que afecta seriamente la gobernabilidad democrática.

La sorprendente elección de Alberto Fujimori para la Presidencia de la República en 1990 – un outsider con un fuerte discurso anti-partido y anti-institucional – encabeza con éxito el paso hacia un nuevo modelo político-económico, cuya orientación privilegia el mercado. Desarrollando estrategias de confrontación con los partidos tradicionales y con las instituciones que limitaban el ejercicio de su poder, aprovechando el descrédito de éstos ante la ciudadanía, logrando concitar un importante respaldo ciudadano. En un contexto de hegemonía logró aprobar una nueva Constitución y un nuevo orden legal que le permitió nombrar o controlar a las nuevas autoridades de los poderes públicos, con lo que limitó sustantivamente la competencia política, el pluralismo y el equilibrio de poderes. Instaurando así un autoritarismo neoliberal legitimado por elecciones medianamente creíbles, pero donde los mecanismos de accountability horizontal (O’DONNELL, 1998) no tienen existencia real (TANAKA, 2001). Su mecanismo de legitimación real asumió formas plebiscitarias, basado en formas de participación popular directa, no mediada por instituciones o partidos. Este proceso es posible ser entendido por la debilidad de la oposición social y política, los actores sociales del pasado no consiguieron rearticularse de su caída, los nuevos actores no demuestran tener la suficiente capacidad organizativa, y entre todos no logran superar problemas de acción colectiva para construir una oposición.

Así, el proyecto neoliberal modificó no sólo las bases del desarrollo económico, sino también el mundo de la política y sus representaciones, la organización y definición misma del Estado y la democracia, la configuración de la sociedad. La lógica de la sociedad civil, como la actuación de los partidos políticos dejó de atender las demandas de la opinión pública, de creciente importancia desde entonces. Debido a esos cambios estructurales que fueron implementados, se produce un fuerte proceso de des-institucionalización de la sociedad civil; haciendo con que las instituciones de la sociedad civil –como partidos políticos, sindicatos, y demás organizaciones populares– se limiten a una lógica de representación que ya no corresponde al nuevo contexto social y político. Aperturándose en las dos últimas décadas un escenario de desarticulación de las prácticas estatales que se configuraron desde la década de 1950, así como la desestructuración de prácticas tradicionales de movilización social.

Se contornea así, un contexto de emergencia de un autoritaritarismo neoliberal que va a generar serias controversias en el funcionamiento del sistema político. Dentro de las causas que contribuyeron para este hecho, podemos destacar dos factores fundamentales al mismo tiempo. El primero, devino como consecuencia de la hiperinflación, de las políticas de contención salarial y de la violencia política desarrollada por Sendero Luminoso, las mismas que acentuaron el nivel de pobreza desde mediados de la década de 1980, dando lugar a una pobreza estructural o permanente, profundizadas por las políticas de estabilización implantadas a lo largo de la década de los 90 (alentadas y monitoreadas por los organismos financieros como el FMI, BM, BID, etc.), que continúan como una constante hasta hoy. El segundo, se refiere a la debilidad de los partidos políticos y a la inexistencia de un sistema de partidos debidamente enraizados en ámbito nacional, con una escasa organización y casi nula actividad, lo que se expresa en los altos niveles de volatilidad electoral (los más altos de la región latino-americana).

Las políticas de corte neopopulistas implantadas desde la década de los 90, acompañados de los diferentes programas sociales eminentemente asistencialistas que tuvieron y tienen la finalidad de erradicar la pobreza, contribuyeron a cosechar simpatías entre las clases más humildes. Las diferentes administraciones de gobierno a partir de la década indicada, Alberto Fujimori (1990-2000), Valentín Paniagua (2000-2001), Alejandro Toledo (2001-2006) y Alan García (2006-2011) Ollanta Humala (2012). Los principios económicos del modelo han sido mantenidos por estos gobiernos, en verdad, con muy pequeñas variantes. Lo más notable es que se ha conformado un “saber convencional” basado en la doctrina neoliberal y en sus recetas, han gestionado los fondos destinados a los más pobres de forma centralizada y discrecional de manera que estas acciones se vinculaban directamente con la figura del líder neopopulista.

De este modo, el principal canal de gestión y distribución de estos fondos se ha encargado al Ministerio de la Presidencia en detrimento de los gobiernos locales y de ministerios como el de transporte, educación o salud. Es necesario recalcar que el gasto social en un contexto de recursos económicos limitados, elevados niveles de pobreza y alta desigualdad en la distribución del ingreso, la gestión eficaz y eficiente de programas sociales más que una opción administrativa es un condicionante del impacto y calidad mismos de las políticas públicas.

Como ya fue resaltado por Tanaka (2001), el gasto público social per cápita desde la segunda legislatura del gobierno Fujimori fue el mayor en dos décadas, el mismo que se ha ido incrementando durante los tres sucesivos gobiernos como puede ser apreciado en la siguiente cuadro. Sin embargo, este gasto no obedecía ni obedece a términos de eficiencia social y se tiene un efecto relativo sobre la reducción de la pobreza ni la desigualdad.

Es posible constatar a partir de las evaluaciones desarrolladas en torno a los Programas Sociales (PS) en el Perú entre mediados de los años noventa hasta mediados de la presente década, tienden a señalar conclusiones poco auspiciosas.

Según Monge (2009), se evidencia un limitado impacto de los programas de compensación social. Ello es más claro, aunque con matices, en el caso de los programas alimentarios, los cuales han sido consistentemente evaluados por la literatura. En el caso del SIS esta conclusión es menos evidente por la falta de estudios centrados en el tema por lo que el debate sigue abierto. Las razones que se mencionan con mayor recurrencia acerca de la reducida eficacia de los PS son los limitados recursos transferidos a la población objetivo y la deficiente gestión. A través de una revisión de la literatura existente y desde un perspectiva histórica (desde la década de los noventa hasta inicios de la presente), señalan que los recursos públicos destinados a sectores sociales no habrían sido adecuadamente utilizados (no han sido recibidos por quienes debieron). Es más el tipo de programas sociales no posibilitan una inclusión social efectiva, porque su diseño está estructurado para ser meramente asistencialistas y no está orientado a posibilitar que los beneficiarios tengan la capacidad de que se incorporen productivamente.

Según lo señalado anteriormente la realidad muestra una coyuntura crítica y contradictoria. A menudo se hace referencia al crecimiento económico, pues la economía peruana se expandió en los últimos años a un ritmo que va desde el 10%, 8% y en el último año (2013), la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) señaló que Perú cerró el 2013 con un crecimiento económico de 5.2%, superando a Argentina, Chile, Colombia, Guyana, Haití, Nicaragua y el Uruguay, que crecieron entre cuatro y cinco por ciento.

Bajo este modelo, en el Perú se ha generado estabilidad económica con desigualdad social y exclusión, lo que hace latente el conflicto y la violencia social, en la medida que el modelo económico no genera mecanismos fluidos de movilidad social, sobre todo a través del mercado de trabajo y porque el Estado no ha logrado reformarse y reestructurarse fiscalmente para ser un “igualador de oportunidades” y un buen árbitro de conflictos. Desde este punto de vista, el principal resultado del modelo del Consenso de Washington ha sido el no haber logrado reformar y reforzar las bases fiscales y financieras del Estado, por lo que su rol redistribuidor y regulador es insuficiente para resolver las brechas sociales y generar el principio de autoridad necesario para arbitrar conflictos.

Por tanto, a pesar de tener un crecimiento económico (uno de los más altos de la región), estamos entrando en una espiral de una grave crisis social y con mayor conflicto. A pesar de que la implementación del modelo político-económico, a lo largo de los noventa, haya traído mudanzas significativas para todos los ámbitos de la sociedad; la crisis actual muestra que las instituciones existentes no han conseguido adecuarse a las nuevas demandas de la población (resultantes del modelo político-económico) y no han tenido la capacidad de fomentar ni de dar cuenta de los sectores más pauperizados. Ciertamente, uno de los grandes motivos por los que las instituciones no se adecuan a las nuevas demandas está vinculado al centralismo. Es verdad, también, que se presentan nuevas demandas sociales, como la de los defensores del medio ambiente, problemas regionales, la minería informal, estos continuarán, mientras no consigamos romper los lazos con el asfixiante centralismo y con sus instituciones que están diseñadas para obstaculizar el gasto público.

La gobernabilidad en Perú continúa aquejando serios problemas de arbitrariedad y falta de continuidad en la elaboración de las políticas. El deficitario sistema político de pesos y contrapesos existente junto con la ineficaz acción política de la oposición, además de fragmentada y sin horizonte constructivo se ha constituido como uno de los principales obstáculos. Por lo tanto, no será posible avanzar hacia la institucionalización de los partidos políticos, de las instituciones de la sociedad civil, el elemento llave del sistema político, instituciones que son altamente etéreas y muy débiles programáticamente. Factores que conducen a la inseguridad política y económica, consecuentemente, una crisis de gobernabilidad.


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