Sobre la chismorrería literaria


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Escribe: ELVIS COTRADO | Nacional - 17 Sep 2017


Los seres humanos tienden a darse más importancia de la que realmente tienen, de ahí que el más tenue comentario sobre ellos, malo o bueno, alegre secretamente sus instintos de amor propio, pues al fin y al cabo, no le importa al hombre si aciertan sobre ellos o yerran: le importa que hablen de él.

El ser humano no es perfecto, no mientras viva atado a la carne. El literato, si es bueno y conoce los más sutiles movimientos del espíritu, sabe descollar talento e irradiar inteligencia en sus observaciones si ha aprendido su oficio; pero la vida íntima que lleva, si cayese en boceto teatral o en la mirada de otro artista despreocupado, tendrá su necesaria dote de inconstancias, virtudes y naturales pasiones; tendrá bajezas, odios y todo lo que, querámoslo o no quienes admiramos al artista literario, lo hace no menos diferente de otros en sus pasiones: un simple mortal.

La naturaleza humana es débil y desgraciada, y lo que los mejores ensayistas aportan a esa “literatura del juicio” como llama Harold Bloom al ensayo, incluso a fuerza de originalidad, termina siendo un agregado, un plus, a la misma y no una mejora de la naturaleza humana tan decaída y de pobre lectura en nuestro tiempo. Por eso, aunque en última instancia la creación y la meditación literaria apunten al mejoramiento del hombre, lo cierto es que el hombre, ser débil, contradictorio y veleidoso, no deja de ser lo que es: un simple hombre con naturales pasiones; ora sea un ilustre abogado, ora sea el presidente de un próspero país, ora sea un entrometido cardenal, ora sea un escritor desencantado de una realidad en la que, fructificando sus esfuerzos en la creación, a nadie se le ocurra pensar que valga más que un pillastre con el bolsillo repleto, el hombre es lo que es, aunque no negaremos que en verdad hay naturalezas más dignas de respeto y otras que corren al ritmo de lo cotidiano.

Los seres humanos tienden a darse más importancia de la que realmente tienen, de ahí que el más tenue comentario sobre ellos, malo o bueno, alegre secretamente sus instintos de amor propio, pues al fin y al cabo, no le importa al hombre si aciertan sobre ellos o yerran: le importa que hablen de él. (No todos, siendo justos; hay seres que prefieren el aislamiento y no soportan la chismorrería del vulgo.) Incluso en los grandes escritores encontramos exabruptos entre uno y otro, como caricaturizaciones maliciosas o venganzas literarias. Cuando John Gogarty fue desleal con James Joyce en un escabroso asunto que es preferible callar, este último lo estampó jocosamente en su célebre Ulises quintaesenciado en el bufonesco estudiante de medicina Malachi Buck Mulligan. Por otra parte, el monumental trabajo de Boswell sobre el doctor Johnson, cuando uno ha leído parte de los ensayos propios del Doctor, resulta hasta cierto punto chocante; el carácter y el juicio del doctor es ciertamente más mesurado en sus ensayos que el intransigente y absoluto portador de la razón que retrata Boswell en su Vida de Samuel Johnson. Y este hecho, que por alguna razón no deja de recordar al voluminoso Borges de Bioy Casares, cuya intención, pese a ser un “diario íntimo”, parece ponerse como objeto revelar al mundo un Borges polémico, un Borges duro y despiadado, un Borges con el que es mejor no atreverse a discutir porque se puede terminar fulminado (y, siendo honestos, no era recomendable entablar un debate con Borges; mas queda el morbo de imaginar un agón entre éste y dos de sus mejores maestros: Cansinos Assens y Alfonso Reyes). No se salvan de los registros de Bioy ni Sabato, ni Arlt, ni Cortázar ni el libelista Alberto Hidalgo (quien bien merecido se lo tiene). ¿Sabría Borges que aquel amigo del que una vez escribiera “le enseñó muchas cosas”, aun siendo su menor, registraba maniacamente todas sus conversaciones? Un hombre humilde —como el Borges poeta, ensayista o narrador— no tendría tiempo de pensar en ser el ficticio —o real a medias, quién sabe— sucesor argentino del doctor Johnson y, compensando sinceramente, tampoco concebir los pasajes del libro de Bioy que se condicen con las opiniones de su amigo y lo exaltan, como hace bien el libro de Boswell sobre su mentor.

Los hombres literarios no gustan del silencio, decía, y todo secreto que acunan en su alma, aun los más vergonzosos y problemáticos, los suelen canalizar en sus obras o, si tienen esposa, celebrar la chismorrería sobre la almohada y dedicarse tranquilamente al ensayo. Dos pensamientos diferentes no descansan bien sobre el mismo colchón, decía John Aubrey a propósito del fallido intento de Monsieur Descartes con una mujer; pero si dos pensamientos, para ventura del literato sí lo hacen, entonces puede criticarse la cotorrería sine qua non de la existencia de la suegra y otras féminas que no viven más que para resignarse a concebir la vida como un deber, embelesarse del progresista y chismosear todo el día sobre la vida del alcohólico vecino (que puede ser mejor persona que el pretendiente médico), la promiscua hija de la comadre (a quienes los más reputados mansos cortejan), la “inteligencia” del hijito en la escuela, pues para toda madre su hijo, siendo solamente el promedio de la sociedad o menos, es el más inteligente del salón y no hay mayor placer que hablar de las comunes cualidades del hijo o el cómo viven otros sus existencias. Es motivo de costumbres y esta comedia encierra el secreto de vivir en sociedad. Es motivo literario. Un gran observador, o sea un potencial novelista, podría contarnos la comedia de la sociedad y el chisme, el opio de la sincera mujer que no quiere ser descaradamente feminista, el morbo del afeminado al que todo le da igual, del despreocupado. Seguramente esto ocupa un lugar importante en el plan literario del escritor, del mirador.

Las pasiones suelen ganarle a la etiqueta, me refiero al predicado que crea la monstruosa convención del medio sobre el sujeto. Si un hombre es médico, se dirá que es muy inteligente (no sé el porqué); si un ganapán es político y llega a ser alcalde, se dirá que es astuto y calculador; si un hombre es abogado, aunque sufra el tiempo de su laburo leyendo expedientes que no enseñan nada, salvo la miseria de lo común, se dirá que es un voraz lector (o que le gusta leer); si un hombre es músico, decepcionante es la sociedad, se reirán del prestigio de esta vocación por reportar poco o nada de dinero (pues el dinero, aquí, y no otra cosa, es prestigio); si un hombre es cadete, las mujeres suspirarán y el ingenuo aplaudirá el brillo de la charretera, sin reparar que lo mismo vale un caballo o un sabueso para este sistema si hacemos una justa comparación (filosóficamente hablando, claro está). La gente ama a los caballos; el Gobierno los limpia, los cepilla, los alimenta, les prohíbe pensar por sí mismos y los manda a pisar la disidencia de la tripa. Pero todo, todo, no será más que un engaño. Y en una sociedad así, es inevitable que tal o cual escritor subterráneo, ante el acomodo del catedrático que viaja a Europa a emperifollarse de adalid del movimiento andino o a reivindicar sus orgullos de literatura provinciana, envidie esta suerte y no el poco talento que tenga el viajero para creerse escritor; es inevitable, también, la hueca altivez del mismo docente bien remunerado, viejo y experimentado en la chismorrería, de menospreciar y hasta llamar fracasados a colegas jóvenes tiernos que viven como verdaderos poetas, o sea, ya adivinará usted… estimado lector. No caben dudas que por eso, como apunta un ensayista nacional, en el imaginario de una literatura engañada “sólo los escritores que han llegado sean intelectualmente generosos”. Muy pocos llegan, por cierto. (Ignoremos aquí a los arrastrados que erigen sus carreras con la adulación y la venal relación social.) Ay, las pasiones… ¿Alguna vez alguien no ha hablado mal de un colega? Lo dudo. A unos, a quienes conocimos bohemios y poetas, los criticamos por aburguesarse y dejar que sus mujeres, potenciales burguesas también (por sus juicios íntimos y por cómo juzgan a otros poetas), alimenten esta decadencia en vez de exigirles superar sus orillas; a otros, al enterarnos que compran muchos libros, los criticamos por arrogarse más saberes que uno por el hecho de mencionar más títulos y nombrecitos de autores, por creerse pequeñas versiones del Johnson de Boswell, aunque mantengan la necedad de sus juicios por saberse intelectualmente superiores; criticamos a otros, exiguos escritores a quienes el talento verdaderamente recubre, por darse con orgullo a las drogas y a la práctica diletante de todo arte ocasional, no siendo mala en sí la variedad, sino el desperdicio que se hace en una variedad que se torna en polvo al fragmentarse y no concentrarse: a estos los criticamos por enloquecer y desaparecer, por rayarse en cada jarana; a otros, a quienes conocimos insoportables por sus recurrentes réplicas a los más caros juicios de uno, y más tarde aprendimos a respetar por la razón que el tiempo les dio en ciertos aspectos de la vida, los criticamos ahora porque ya no quieren aprender más (o no les interesa aprender más, que es peor), por afanarse de una soberbia indiferencia ante la carrera del inacabable libro a leer; y a otros criticamos, perdonen esta extensión, por obstinarse a vivir románticamente el sueño de un escritor decimonónico, pese a haber leído El oficio de vivir de Pavese y enterarse de los males que depara en los poetas esa voluptuosidad de la vida que finaliza en el suicido, ese no querer afrontar “la horrorosa vida práctica”, pues los criticamos por valientes, por infantilmente valientes. ¡Bendito sea el niño! Y finalmente, también hay que decirlo, a nosotros nos criticamos, nos echamos en cara la chismorrería personal, ese espejo infausto, por ese miedo a la libertad, por ese miedo al arte de vivir. Por toda esta ingenuidad…


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