Ascenso y caída de Odebrecht en Latinoamérica


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Escribe: Malu Gaspar | Nacional - 15 Apr 2018


Una trama que vale un Perú (I)

El escándalo en torno a la constructora brasileña Odebrecht, que como último acto en nuestro país forzó la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski a la presidencia de la República, fue excelentemente tratado por el diario carioca Folha de S.Paulo, hace poco. Considerando ello, y porque creemos que tal reportaje merece difusión, ahora les entregamos la primera parte del mismo.

El calor y el cielo despejado, típicos de enero… y los turistas en la Plaza Mayor. Todo parecía indicar un día como tantos en Lima, cuando el ejecutivo brasileño Mauricio Cruz, presidente de Odebrecht en el Perú, cruzaba las puertas del palacio presidencial, allí enfrente. Para ese bahiano de 43 años y hablar despacioso, el escenario era todo menos rutinario. Tras las confesiones de la constructora sobre el pago de sobornos a mandatarios de Latinoamérica y África, divulgadas hacía un mes, se habían creado grandes dificultades para que la empresa permaneciera en el país. Su misión en el palacio era la más difícil en veinte años de compañía: ablandar el ánimo del presidente del Consejo de Ministros de ese entonces, Fernando Zavala, hombre fuerte del ahora expresidente de la República del Perú, Pedro Pablo Kuczynski. Unos días antes, este había declarado la guerra a la constructora. “Tendrán que vender todos sus proyectos. Lamentablemente tienen esa tara de la corrupción. Tienen que irse, se acabó”.

Hasta ese entonces, el presidente del Perú había sido más bien cauteloso en sus declaraciones acerca del escándalo, por eso su cambio de actitud puso en pánico a los directivos de Odebrecht. A estas alturas, salvar los negocios en el Perú era una cuestión de supervivencia. Al día siguiente de las declaraciones de PPK, Cruz había decidido contraatacar. En una entrevista a Gestión, el diario de economía y negocios más importante del Perú, afirmó que Odebrecht estaba corrigiendo sus conductas y que expulsar a la empresa del país no traería ningún beneficio al Estado: “Yo solo puedo imaginar que [lo de expulsarnos] es una intención para que no exista la colaboración y no se revele la información”. Fue un tiro al pie. “Al gobierno nadie lo amenaza”, contestó el presidente del Consejo. A pocas horas de declararlo, Zavala recibía a Cruz, que intentaba un repliegue táctico y a la vez buscaba abrir una brecha de negociación. Alegó que había ocurrido un malentendido en la entrevista, que solo había tratado de explicar que Odebrecht estaba cambiando y que si mataran la empresa, esta no podría pagar sus multas. No convenció. El presidente del Consejo fue casi amable, aunque en veinte minutos de reunión, más que hablar, escuchó. Al final, cerró la cita muy seco. “Digan lo que quieran, pero para nosotros son una empresa corrupta y deben dejar el país”.

Cruz había llegado a Perú hacía menos de dos meses, y desde entonces no había tenido ni un día de tranquilidad. Ya había vivido en el país entre los años 1990 y 2000, una época en que trabajar para la constructora ayudaba a conseguir buenos préstamos en los bancos y ganar prestigio entre los amigos. Por manejar el 80% de las inversiones en obras de infraestructura del país, los directivos de la empresa encontraban siempre abiertas las puertas de los palacios de gobierno y opinaban sobre los rumbos de la economía. Pero todo esto era pasado. Cuando nos entrevistamos a fines de abril en su oficina en San Isidro, la city limeña, el presidente de Odebrecht Perú mostraba un semblante agotado. “Fuimos del cielo al infierno en treinta segundos”, resumió.

Odebrecht empezó a convertirse en “empresa non grata” en el ámbito latinoamericano el 21 de diciembre de 2016. A primeras horas del día, el sitio web del Departamento de Justicia norteamericano publicó el contenido de la delación corporativa de ejecutivos de la constructora en el ámbito del pacto de cooperación firmado simultáneamente con la fiscalía de Brasil, Estados Unidos y Suiza. En ese momento el mundo se enteró de que entre 2003 y 2014 la compañía había pagado un total de 788 millones de dólares en coimas a presidentes y otros funcionarios de alto rango de once países de Latinoamérica y África, además de Brasil, a través del así llamado Departamento de Operaciones Estructuradas, el sector de la empresa que gestionaba la corrupción. Esta suma no incluía el dinero negro destinado a campañas políticas, que según lo que luego confesaron ante la fiscalía los publicistas João Santana y Mônica Moura, elevaría esta cuenta a casi 900 millones de dólares. Se trataba de la confesión más impactante dentro del mayor “acuerdo de lenidad” (la colaboración eficaz de empresas) ya celebrado en el planeta – mayor que el de la multinacional alemana Siemens o la francesa Alstom. Para seguir operando y librarse de futuras condenas, Odebrecht pagaría una multa sin precedentes: 2,6 mil millones de dólares, a repartirse entre los tres países participantes del acuerdo. A Brasil le tocaría la parte más grande.

En el resumen de la causa dado a conocer por los norteamericanos, los hechos se relataban de forma imprecisa. Los personajes no se nombraban más que por sus puestos (Brazilian official, Odebrecht executive, Peruvian high official) y las fechas no siempre eran exactas. Con todo, los pocos detalles revelados dejaban atisbar la vastedad del poder que la constructora había amasado. En Panamá, de los 59 millones de dólares repartidos en coimas, más de 20 millones se habían pagado directamente a los hijos del expresidente Ricardo Martinelli. Otros 5 millones se deslizaron en las cuentas de un expresidente de Pemex, la estatal petrolera mexicana, para que asegurara que Odebrecht ganaría una licitación pública. En Venezuela, las cuentas de dirigentes de los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro recibieron un total de 98 millones de dólares. Las campañas de los dos candidatos a la Presidencia en la última elección colombiana –incluyendo al Nobel de la Paz, Juan Manuel Santos– habían sido beneficiadas por dinero de la constructora. Historias similares se habían repetido en Guatemala, Argentina, República Dominicana, Ecuador y Perú. En África, Odebrecht confesó haber pagado sobornos de 50 millones de dólares en Angola y 900 mil dólares en Mozambique.

El escándalo que estas revelaciones provocaron barrió Latinoamérica de punta a punta (en África, hubo poca o ninguna reacción). Los mandatarios de los países latinos mencionados en el informe anunciaron medidas de impacto para demostrar que no tenían nada que ver con las trampas de Odebrecht. Donde aún no se había averiguado nada alrededor de la constructora, las autoridades se apresuraron a abrir expedientes. Donde ya había investigaciones en marcha, se disparó una seguidilla de allanamientos. En Ecuador, policías uniformados al estilo de SWAT entraron encapuchados y armados en las oficinas de la empresa; en Venezuela, la policía pasó a recoger los documentos con previa cita; Panamá y Colombia suspendieron los contratos para obras en marcha e inhabilitaron a la constructora para licitar obras públicas; en República Dominicana, miles de manifestantes salieron a las calles a exigir que se expulsara a Odebrecht.

En ningún otro país, sin embargo, la reacción institucional fue tan fuerte como en el Perú. Las autoridades y la prensa ya estaban atentas a los movimientos de las constructoras brasileñas desde 2015, cuando se ventiló que el exministro José Dirceu se había acercado varias veces a Lima a cabildear contratos para Queiroz Galvão y Engevix junto al entonces presidente Alan García Pérez. En esas ocasiones, Dirceu visitó a García en el palacio de gobierno, pero ambos siempre negaron rotundamente haber negociado algo ilegal. En 2014, el cambista Alberto Youssef confesó haber enviado al Perú dinero de coima de la constructora OAS a través de operadores como Rafael ngulo López, que viajaba con billetes atados al cuerpo para entregárselos a funcionarios de la Municipalidad de Lima, donde la constructora gestiona la Vía Expresa Línea Amarilla. La cobertura periodística del caso Lava Jato era intensa, y el Ministerio Público peruano había abierto expedientes para investigar el sobrecosto de obras y sospechas de soborno en diversos contratos. Pero las averiguaciones no avanzaban, y los políticos no tenían la más remota intención de ayudar.

Presionado por las denuncias, a fines de 2015 el Congreso creó la Comisión Lava Jato. En seis meses de funcionamiento, se recogieron importantes testimonios, que resultaron en una vasta cobertura periodística en la prensa escrita y televisiva. Al fin, su presidente Juan Pari produjo un documento de 650 páginas donde se detallaban irregularidades en diversas obras y planteó sospechas de desvío de recursos y lavado de dinero. Pari, sin embargo, era un diputado en primer mandato, miembro de un partido independiente y enano, lo que signó el fracaso de la comisión desde sus comienzos. Sin el apoyo de los demás miembros, el congresista se vio obligado a firmar él solo el informe. El documento ni siquiera se llegó a presentar ante el pleno, ya que en ningún momento se alcanzó el quórum para convocar una sesión extraordinaria, como mandaba el reglamento del Congreso.

Tras las revelaciones del informe norteamericano, resultaba imposible ignorar que Odebrecht, la mayor potencia empresarial extranjera en el Perú, había exportado al país no solo servicios y obras, sino también su modus operandi. Durante los gobiernos de Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011) y Ollanta Humala (2011-2016), se repartieron, por lo bajo, 29 millones de dólares en coimas. El informe mencionaba un soborno de 20 millones de dólares a cambio de la victoria en la licitación de un proyecto de infraestructura en 2005 –que solo podía tratarse de la autopista Interoceánica, niña de los ojos de Alejandro Toledo, licitada en 814 millones de dólares y finalizada en más de 2 mil millones–. En otra parte, el documento mencionaba un soborno de 1,4 millón de dólares en 2009 por la victoria en otra licitación en el área de transportes –evidentemente el metro de Lima, obra símbolo del presidente Alan García, contratada por 410 millones de dólares y terminada a un costo de 520 millones–.

De ahí en adelante, los hechos se precipitaron como en una serie de televisión vista en fast forward. A principios de enero, se instaló en el Congreso una nueva Comisión Lava Jato. El Ministerio Público local reunió a un grupo de investigadores que se hizo cargo del caso y muy pronto desplegó una serie de registros, allanamientos y prisiones. Hasta el expresidente Alejandro Toledo tuvo su prisión decretada –estaba en Estados Unidos y no se movió de allí, lo que lo convirtió oficialmente en prófugo–. El gobierno promulgó un decreto de urgencia prohibiendo que empresas condenadas por delitos de corrupción firmen contratos con el Estado. Sin acceso a créditos y, por lo tanto, sin capital para saldar los bonos de infraestructura del Gasoducto del Sur, su obra más grande en el Perú en marcha en ese entonces, Odebrecht perdió la concesión. Acto seguido, el gobierno ejecutó las garantías ofrecidas por la empresa a la firma del contrato –262 millones de dólares, un récord en el país–. Otro decreto, que la prensa llamó “Decreto Odebrecht”, prohibió que compañías que hubieran confesado la práctica de corrupción vendieran activos, firmaran nuevos contratos con el Estado o expatriaran capital, y determinó que el veto solo se podrá levantar mediante un acuerdo de colaboración eficaz. Por fin, el gobierno incautó 40 millones de dólares que la constructora mantenía en bancos locales, para asegurarse de que no faltara dinero a la hora de pagar sus multas. De aplicarse todas estas medidas, se sellaría el fin de las actividades de la constructora en el Perú.

CONTINUARÁ…


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