Currículo nacional: historia de una obsesión


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Escribe: Luis Guerrero Ortiz | Nacional - 03 Jun 2018


Es innegable el desfase entre la formación pedagógica que reciben los docentes en universidades e institutos y las estrategias más bien inductivas y reflexivas que exige el desarrollo de competencias

Usted está conduciendo un auto por la avenida Javier Prado a las 7.00 pm de un viernes cualquiera. Las maniobras imprudentes e intolerantes con las que se va tropezar van a poner a prueba su paciencia, así como también la confianza en sus habilidades o en el margen de maniobra que le permita su auto. Deberá, además, demostrar su conocimiento de las reglas de tránsito, su disposición a respetarlas, aunque a ratos le provoque ignorarlas para avanzar más rápido. El tráfico de la hora también va a retar su capacidad de concentración, para poder reaccionar a tiempo cuando otro auto se le acerque demasiado. Asimismo, se va a poner a prueba su amabilidad, su apertura para ceder el paso cuando haga falta o para no mencionar la madre del prepotente de turno. No cabe duda también que deberá demostrar habilidad para conducir en medio de semáforos averiados, cruces congestionados y repentinos cambios de carril del conductor de al lado. Su sentido ético y su responsabilidad también serán testeados cuando deba decidir si conduce o no después de los seis chilcanos que se tomó en el cumpleaños de su prima; o si responde al WhatsApp mientras maneja.

Paciencia, autoconfianza, habilidad motriz, concentración, amabilidad, respeto, moralidad, responsabilidad, manejo del estrés, conocimiento de las normas y del automóvil, todo eso necesita desplegarse a la hora de manejar. Ahora, si usted no tiene auto, imagine que quiere aprender a manejar y decide matricularse en una academia que asegura formar choferes competentes, donde cada una de las cualidades antes enumeradas es tema de una clase. Le han dicho que al cabo de estas doce sesiones, le entregarán su brevete. ¿Notaría usted algo extraño en esta propuesta?

La rareza salta a la vista, porque saber manejar no supone la suma de todas estas habilidades, sino la capacidad de conjugarlas, todas en simultáneo, cuando se está en las calles frente al volante. Por eso es que, si a usted no lo pusieran a prueba en las pistas, una y otra vez, manejando en el tráfico, se sentiría estafado. Es como matricularse en un curso de cocina para aprender a preparar tallarines verdes con apanado, donde solo se reciben clases sobre la sal, la pimienta, el ajo, el limón, la harina, la mantequilla, el pan molido, la leche evaporada, la albahaca, las nueces, el queso parmesano y las ventajas del tallarín grueso sobre el delgado, pero donde no se enseñan los procedimientos de combinación de los ingredientes para hacer el pesto, los tallarines ni el bistec apanado.

De ese absurdo logramos escapar el 2016 cuando se aprobó el Currículo Nacional para la Educación Básica, dejando atrás el Diseño Curricular Nacional (DCN), luego de diez años de vigencia. Diez años en los cuales se malacostumbró al docente a manejar un currículo por competencias como si se tratara de un currículo por objetivos, es decir, partiendo cada competencia en pedacitos (conocimiento, capacidades, procedimientos, valores, actitudes) que se enseñaban por separado. Diez años en los cuales muchos maestros fueron reforzados en el error de que, para lograr cualquier competencia, bastaba comerse uno a uno cada trozo de la torta y en momentos distintos.

La onda expansiva de un grave error
Esta afirmación no es gratuita. En junio del 2017, Jessica Tapia y Santiago Cueto escribieron un informe sobre el largo proceso de reforma curricular comprendido entre el 2012 y el 2016, que el proyecto FORGE apoyo técnicamente, en el que se hace la misma constatación:

«Desde que se asumió el enfoque por competencias persiste el desafío sobre cómo transmitir a los docentes un mensaje claro acerca del desarrollo de las competencias y lo que implica trabajar por competencias en el aula. La propuesta del DCN, al describir las competencias en términos de capacidades, conocimientos y actitudes, fragmentó y desdibujó el concepto mismo de competencia: los conocimientos se enunciaron como «temas», sin especificar su alcance, y las capacidades quedaron convertidas en objetivos de aprendizaje puntuales. Con este esquema se comunicó que desarrollar una competencia significaba lograr cada una de las “partes”, de las capacidades, promoviendo el aprendizaje de saberes fragmentados, sin que necesariamente se comprendiera el significado o propósito de estos saberes en conjunto».

En efecto, esta manera de entender el currículo ha sembrado distorsiones graves en las prácticas docentes. Veamos un ejemplo. Si revisamos el actual Currículo Nacional, veremos que un estudiante demuestra que sabe leer de manera competente un escrito, si es que sabe identificar la información clave del texto, hacer deducciones e interpretaciones de esos datos y reflexiona sobre su forma y su contenido, así como sobre el contexto en que se escribió. Lógicamente, esas tres capacidades tienen que demostrarse de manera combinada en un mismo acto, mientras se está leyendo un texto.

Pero imaginen ahora que para enseñarle a leer diseñamos un conjunto de sesiones que le permitan, en un caso, aprender algunos conceptos básicos de teoría lingüística, las diferencias entre signos fonéticos y gráficos, entre memorización y comprensión, etc.; otras sesiones para enseñar las actitudes correctas a la hora de leer, así como el valor de la escritura; otras que enseñen a manejar procedimientos para identificar información en textos variados; hacer inferencias sobre distintos clases de datos; reflexionar sobre las formas textuales; reflexionar sobre los contenidos y, luego, sobre sus contextos posibles.

Imaginen ahora que evaluamos a los estudiantes al final de cada sesión y, si han obtenido un resultado más o menos satisfactorio en cada una de ellas, deducimos que ya son competentes en lectura. Raro, ¿verdad? Sería como enseñar a manejar un auto sin salir a las pistas o hacer tallarín verde dando clases solo sobre sus ingredientes.

Lo mismo podríamos decir de todas las demás competencias curriculares, en matemática, ciencias, ciudadanía o desarrollo personal. La idea errónea de que una competencia es solo la suma de sus partes nace en el país al inicio de la reforma curricular de los años 90, pero se instala con el DCN el 2005 y se refuerza el 2009. Recordemos que la idea de descomponer una competencia en sus partes para enseñarlas y evaluarlas por separado, calzaba a la perfección con una larga tradición curricular enfocada en objetivos y contenidos cada vez más desagregados. Por esa razón, a muchos docentes les resultó muy cómodo trabajar así. El problema es que así no se aprende a hacer tallarín verde.

Otra vez Andrés: cambios a la vista en el Currículo Nacional
El Ministerio de Educación ha empezado a circular en consulta una versión modificada del recientemente aprobado Currículo Nacional de Educación Básica. De las diversas modificaciones que propone y que, en rigor, no representan un paso adelante en la clarificación de sus planteamientos, sino varios pasos atrás, destaca una: la que altera el significado de la noción misma de competencia.

El documento retrocede diez años y regresa a la idea de competencia que subyacía al fenecido DCN, proponiéndola como la facultad de integrar un conjunto de capacidades, conocimientos, así como valores y actitudes, a fin de lograr un propósito. Además, redefine el concepto de capacidad como un proceso mental, añadiendo como ingredientes de la competencia las nociones de conocimientos, valores y actitudes. Es decir, volvemos a la idea de una competencia desglosada en tres o cuatro partes que no se combinan en la acción, sino que solo se integran, se agregan, abriendo nuevamente las puertas al simplismo que el propio Aristóteles recusó: que el todo es la suma de las partes.

Muchos pensarán que esta clase de regresiones al pasado en el documento curricular importan poco porque, en general, los docentes no leen las páginas conceptuales. Aunque no les falta algo de razón, el problema no esta ahí. El problema es que este retorno a una visión fragmentada de las competencias se va a traducir en directivas, guías, materiales, contenidos formativos en programas de capacitación o acompañamiento a docentes. Luego, el esfuerzo de los últimos años por superar una clara distorsión del enfoque curricular, que nadie en la comunidad de expertos a nivel internacional avalaría, se va al caño, mellándose una vez más la credibilidad del ministerio en una delicada materia, en la que debería ser reconocido como autoridad.

Según afirman César Guadalupe, Juan León, José Rodríguez y Silvana Vargas, en un estudio recientemente publicado, «La información disponible muestra que los docentes, tanto de instituciones educativas estatales como de no estatales, indica que necesitan recibir capacitación en estrategias y prácticas de ense­ñanza. Esto implica que sienten que carecen de las herramientas pedagógicas necesarias para enseñar. Lo anterior puede obedecer a diferentes factores, entre los que destacaría la inadecuada formación inicial recibida por los docentes, que no necesariamente los habría habilitado para enseñar ni para adaptar esa enseñanza a los cambios curriculares que regularmente se presentan en el país».

Es innegable el desfase que existe entre la formación que reciben los docentes en universidades e institutos –que oscila entre el academicismo y el activismo, y que disocia teoría y práctica- respecto de las estrategias más bien inductivas y reflexivas que exige el desarrollo de competencias. Sin embargo, el problema no se reduce a saber adaptar técnicas y herramientas a uno u otro cambio curricular en matemática, lectura o ciencias. El desafío es más grande. Se trata de enseñar a pensar, a resolver problemas haciendo uso flexible y creativo del conocimiento, a poner en acción saberes diversos para desentrañar la realidad y para construir realidades alternativas.

¿Deben los alumnos aprender conocimientos? No cabe duda que sí, es la materia prima de toda competencia. ¿Deben aprender valores y actitudes? Naturalmente, afrontar un desafío no es solo una cuestión de saber, sino también de actitud y de responsabilidad. No obstante, aprender a actuar de manera competente en el mundo real nos obliga a dar un paso más: enfrentar de manera continua situaciones que nos exijan hacer uso combinado de los conocimientos, habilidades y actitudes aprendidas para resolverla. Hasta ahí no llegamos si regresamos, neciamente, a la idea de que basta enseñar y evaluar cada cosa por separado.

Ideas fijas que nos roen el alma
El Perú asumió el reto de hacer virar su educación hacia esta nueva dirección a fines de los años 90, junto a numerosos países de distintas regiones del mundo. Lamentablemente, extraviamos el camino, justo en momentos en que los principales exponentes de la pedagogía contemporánea tomaban clara distancia de los viejos enfoques parcelados de la educación formal. Hace apenas dos años recuperamos la ruta a costa de muchos esfuerzos, para avanzar los primeros centímetros de un recorrido que exhibe todavía varios kilómetros por delante. Los cambios que se anuncian, sin embargo, nos regresan nuevamente a la ruta oscura.

El DCN se modificó luego de una década de vigencia. ¿Qué puede llevar a volver a meter mano a un currículo recién aprobado después de un proceso que tomó, como nunca antes, varios años de estudios y consultas plurales, y que el propio Consejo Nacional de Educación avaló? Esta es, a mi juicio, la historia de una obsesión. A veces no importa tanto la arbitrariedad de los cambios que introducimos a las cosas en educación, cuanto el afán desesperado por poner nuestra huella digital en ellos. Salvador Elizondo decía que solo lo irracional puede volverse obsesivo. Dependiendo del contexto y la intención, esta frase puede aludir a un comportamiento admirable, o a un acto más bien irresponsable y peligroso. En este caso, no luce maravilloso.


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