El escándalo de un pastor



Escribe: Carlos Flores Lizana * | Opinión - 19 Oct 2013

Este artículo quiere ayudar a esclarecer un problema que es más profundo de cómo lo presenta la prensa, y que el señor cardenal ha salido, a su manera, a defender. Que Cipriani no contribuya trayendo más verdad y más conversión se debe a que en parte él es responsable del mismo. Parto diciendo que conozco el tipo de clero que se está formando en diócesis donde hay una fuerte presencia del Opus Dei, es decir en Cusco, Ayacucho, Apurímac, Huancavelica, Arequipa y ahora Lima. Esta presencia no sólo consiste en contar con obispos de esta línea sino con seminarios, preseminarios y hasta escuelas de teología donde se forman los sacerdotes, sobre todo diocesanos o seculares como se les llama.

Es importante ver el problema no sólo desde el punto de vista eclesial sino también social, ya que queremos que nuestra patria no tenga problemas futuros más complicados de los que ya tiene. Con esto quiero decir que el peso de la Iglesia en estos departamentos es fuerte, en términos sociales, culturales y éticos. Están en zonas donde la pobreza, en todo sentido, está presente y en donde se carece de muchos servicios. En definitiva, donde el clero tiene una influencia grande y la gente es muy católica y respeta, a veces de manera poco informada, a esa iglesia que precisamente no los sirve de manera acertada, por decir lo menos.

El verdadero escándalo que ha originado la destitución del obispo auxiliar de Ayacucho, Gabino Miranda, es grave y desconcertante para muchos no sólo por el hecho mismo sino por la manera de manejarlo. Desde monseñor Salvador Piñeiro, quien salió a decir que él “no sabía nada y que no había recibido ninguna denuncia de la Policía o la fiscalía de la ciudad de Ayacucho”. Con la información con la que ahora contamos, parece que la denuncia vino desde España donde el obispo fue acusado de un delito nada pequeño y por el que el Vaticano lo suspendió de sus funciones de obispo y sacerdote. Esto es lo que muchos peruanos vimos y escuchamos en la televisión. No creo que Roma haga las cosas sin fundamento y menos que le aplique tamaña sanción si no tuviera absoluta certeza de lo que está haciendo.

El problema de este obispo, y me da pena decirlo, es sólo el comienzo de un problema que se venía incubando desde hace años y que tenía que reventar en cualquier momento. Examinemos con detenimiento cómo son formadas las nuevas generaciones de sacerdotes que en cualquier momento entrarán en crisis de manera desconcertante y hasta trágica.

Lo primero es que son hijos de familias campesinas, que desean de salir de la situación en la que se encuentran y que se someten a cualquier régimen de formación con tal de poder estudiar su secundaria y luego una ‘carrera superior’. Así, el sacerdocio es para muchos de ellos, una escalera para sus ansias de ascenso social, económico y político. No es que esté mal este deseo -a veces inconsciente- pero lo que sí está mal es que este ascenso sea por medio del sacerdocio que es ante todo un servicio y generosidad equilibrada.

La formación que reciben está pensada para un tiempo que ya no existe y para un modelo de iglesia que desean que no desaparezca: una Iglesia aliada con el poder mundano y corrupto. El ser cura es la vía para conseguir dignidades y cargos que tienen que ser reconocidos por sí mismos y no por los méritos y virtudes de las personas que lo ejercen. “El sacerdote tiene que ser respetado y reconocido en su dignidad”, y por lo tanto tiene que exigir a los fieles y a la sociedad ser tratado como tal; él mismo, por lo tanto, “tiene que pedir lo que se merece”: buena comida, una buena cama, una casa digna para su función sacerdotal, un camioneta cuatro por cuatro, viajes a España y Roma y quién sabe qué otras cosas más.

Como signo de esta manera de entender el sacerdocio le dan a la sotana (no sólo al terno negro y al alzacuello) demasiado valor. Sobre todo buscan “hacer respetar su puesto y su función”. En términos de formación psicológica, las ciencias humanas, tan importantes hoy para esclarecer y ayudarnos como personas en nuestro proceso de maduración y libertad, están ausentes. Todo “lo arregla la espiritualidad” que tiene su fundamento en la vida y escritos del santo protector San José María Escrivá de Balaguer y sus intérpretes. Como son en su mayoría quechua-hablantes, los seminaristas y laicos conocen bien la cultura andina. Pero esto, que debería ser una gran ventaja para servir a nuestro pueblo, se convierte en parte de su proyecto de una Iglesia colonizadora de pueblos y conciencias. Como alguien me dijo alguna vez “lo que estos miembros del Opus no pueden hacer ya en España lo hacen aquí con nuestras familias campesinas y otros sectores”.

Se forman personas misóginas que consideran a la mujer como un peligro latente para el hombre y que en la iglesia ellas sólo deben dedicarse a cocinar, lavar la ropa de los sacerdotes y sus manteles, y algo más. No hay un proceso de maduración sana ya que, como digo, los preparan para un mundo creado a su medida y no para el que realmente existe. Estos futuros pastores salen así y se imponen a los fieles. Muchos de ellos terminan, como diría el profeta Jeremías, “devorándose el rebaño”. Son victimarios y a la vez víctimas de ese sistema de formación anacrónico y deficiente.

En lo que es teología, son restauradores de una Iglesia pre Concilio Vaticano II y en donde la renovación profunda que supuso estos 40 últimos años no ha entrado en ellos. La teología de la liberación está prohibida salvo para los ya ordenados o de los últimos años de formación. Como podrán comprender, este sistema de formación es un peligro público no sólo eclesial y lo que ha pasado con el obispo Miranda es sólo el comienzo de una cadena de explosiones que tendrán consecuencias impredecibles para las víctimas, sus familias y los mismos perpetradores. Lo peor es que las víctimas casi siempre son los más pobres, los pequeños, los niños y las mujeres. ¿Tendrán derecho de seguir sembrando este tipo de problemas en nuestras narices?

Termino diciendo que no es sólo un problema eclesial, sino social y por lo tanto un desafío para la sociedad peruana. No creo que las autoridades eclesiales desconozcan este problema latente ni tampoco las políticas. El punto es ¿quién será el valiente que le ponga el cascabel al gato? Si es verdad que no debemos de “hacer leña del árbol caído”, como dice monseñor Cipriani, yo menciono un consejo evangélico también pertinente para la ocasión: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

En este asunto no se trata de ser compasivo, ya que la compasión en estos asuntos es complicidad clarísima. Felizmente el Papa Francisco es muy claro en estos temas y ya está interviniendo a nivel de las autoridades más altas de la Iglesia para empezar a limpiar la casa. Lo grave es que “el enemigo está adentro” y se llama hipocresía, pecado típico de los hombres religiosos.


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