El arte de hablar sin palabras


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Escribe: José María Jiménez Ruiz * | Opinión - 20 Apr 2014

A pesar de que las palabras pierden con frecuencia su significado, son un instrumento portentoso de comunicación. Pero se convierten en algo más vulnerable e ineficaz para reflejar el laberinto de nuestros sentimientos. Afirmar que se tiene o enunciar la palabra “amor” puede entenderse de forma diferente en función de quien lo escucha. En esos terrenos hablan con más elocuencia nuestros gestos. De ahí la importancia que atribuimos al lenguaje no verbal, a nuestras actitudes, nuestros silencios y miradas.

Cuando la muerte de un ser querido les reúne en torno a su féretro, no faltan quienes, llevados por su ansiedad, recurren a discursos que para nada sirven y muy poco consuelan. En tales ocasiones, el silencio expresa la tristeza que uno comparte con el familiar más próximo del fallecido, el respeto, el propósito de acompañarlo. Un silencio empático que reconforta sin ruido y transmite afecto y cercanía.

Hay también silencios que expresan indiferencia. ¡Cuántos silencios espesos entre parejas que, compartiendo un mismo lecho, no alientan sueños comunes, ni propósitos, ni proyectos! Silencios que hacen de la convivencia un verdadero martirio.

Otros expresan incomprensión. El silencio de una persona mayor que, tras haberlo dado todo, percibe que es ya un estorbo. El silencio de la madre que no comprende la insensibilidad de quienes no le perdonan el más mínimo error y se muestran ciegos ante su entrega.
Existen silencios conmovedores que expresan ternura. El silencio de una pareja de ancianos que sentados en el sofá, con las manos entrelazadas, pasaban felices sus últimos días sin que se asomara el aburrimiento a sus miradas.

Los gestos al igual que los silencios, pueden transmitir un sinfín de sentimientos, es la voz de nuestro cuerpo, de nuestras expresiones. La confusión, el desacuerdo, la solicitud o el servicio son algunas de sus manifestaciones.

El gesto del voluntario que revela a través de su servicio que es posible un mundo más fraterno y más habitable. El maestro que sacrifica su hora de descanso para prestar una especial atención al niño con problemas, huérfano de recursos.

No sólo los silencios y los gestos hablan; también las miradas. La estructura del hombre hace que la mirada sea el canal de comunicación por el que discurren los más variados y contradictorios mensajes. Hay miradas frías que, según Sartre, cosifican al otro. Lo convierten en simple objeto de análisis o aún de sospecha. Miradas de desapego como la que contempla el mendigo que tiende la mano mientras espera encontrar unos ojos amables. Miradas que transmiten amor, como la de un padre o de una madre hacia el hijo que goza y triunfa, que sufre o fracasa. Otras transmiten orgullo por el que supera dificultades que, lejos de instalarlo en la derrota, le han ayudado a madurar como ser humano y a ser mejor persona. También pueden expresar tristeza, como la mirada asustada del niño que busca en la de quienes le rodean una especie de bote salvavidas que le rescate del pequeño océano de inseguridades que no atina a comprender. Por último, miradas que ríen ilusiones. La mirada ilusionada del abuelo que espera tranquilo la visita anunciada del hijo que tarda o del nieto que, desde hace días, no ve.

Además de silencios y miradas, también hablan nuestros gestos. Unos expresan confusión, como el que expresa que hemos desapercibido un hecho que habíamos entendido. Otros manifiestan desacuerdo. Edward Hall explicó el significado de las distancias durante un proceso comunicativo. La proximidad tiene que ver con la calidez de la relación. Quizá no haya imagen más hermosa que la figura del hijo amamantado por su madre. También pueden reflejar solicitud, como la madre que prepara la comida preferida para el hijo que llega a compartir mesa y mantel. Gestos que expresan, mejor que ningún discurso, la generosidad que atesora un corazón humano.

No hacen falta grandes discursos, ni especiales dotes de oratoria para transmitir lo que se piensa, se quiere o se siente. Quienes nos rodean, se comunican con nosotros de forma continua. Si se consiguen descifrar, no pasarían desapercibidos los innumerables mensajes que nos llegan por canales distintos de aquellos por los que circulan las palabras.

(*) Catedrático de Filosofía y vicepresidente internacional del Teléfono de la Esperanza

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