La caza del hombre y el colapso estatal (I)


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Escribe: Edgardo Rodríguez Gómez * | Opinión - 13 Jul 2014

¿Qué pueden haber compartido ciudades tan distantes y ajenas como Rosario en Argentina, Juliaca en Perú y Pierrefitte-sur-Seine en Francia durante el primer semestre de 2014? La respuesta es la coincidencia de un fenómeno: la caza del hombre, un proceder violento que en las urbes mencionadas ha dado protagonismo exclusivo a la venganza privada; y con ella, a la irrupción incontrolada de emociones reflejadas en sadismo y crueldad, incluyendo, en otro plano, la renuncia a premisas teórico-políticas que garantizan la coexistencia en el cuerpo político estatal.

Se ha tratado, en definitiva, de un proceder circunscrito a un periodo en cuyo extravío se pone en evidencia a un Estado en colapso mientras experimenta el convulso paréntesis que hace a un lado el presupuesto sociológico característico de los estados de la modernidad, según M. Weber (1919): el monopolio del uso de la fuerza, que ha devenido legítima sólo en manos de sus funcionarios.

Antes de incidir en los presupuestos que dan fundamento a los estados modernos, y que han resultado trastocados, es necesario detenerse en la experiencia compartida de la caza del hombre, que a decir de W. Sofsky (2006: 156), en su Tratado sobre la violencia, "es uno de los rasgos fundamentales de la historia de la cultura hasta nuestros días" y tiene una de sus manifestaciones en los linchamientos de vecinos o extraños.

Sus protagonistas, por un lado, son cazadores que se despojan de cualquier disposición a ajustar su conducta a los límites impuestos ya sea por las leyes estatales y/o la moralidad individual haciendo que se desvanezca temporalmente el ciudadano, agente individual, y se abra paso la "jauría humana", siempre colectiva; mientras, por otro lado, el perseguido va siendo desprovisto de toda consideración como sujeto de derechos una vez que se le ha ido privando de la dignidad humana al sobrepasar incluso la situación del esclavo -a quien al menos puede concedérsele conservar la vida a cambio de su libertad- deviniendo consecuentemente en "presa", destinada sin mayores miramientos al sacrificio que ha de ser pagado con su propia sangre.

Poco importa en el fondo si la presa es inocente o culpable, el mecanismo del linchamiento, variante vigente de la caza del hombre, no favorece el discernimiento, siendo atávico tampoco es un fenómeno del pasado ni se halla circunscrito a las prácticas de determinadas culturas por más que se les haya endosado el calificativo de primitivas; todo lo contrario, es una especie de pulsión irracional colectiva inextinguible que irrumpe en grados variados en escenarios urbanos como los mencionados, situados en diferentes Estados.

Ahora bien, el Estado moderno –o en ciernes–, sea argentino, peruano o francés, asienta sus bases institucionales en premisas teóricas destinadas a asegurar la erradicación en su ámbito territorial de aquello que T. Hobbes en El Leviatán denominó "bellum omnium contra omnes", la guerra de todos contra todos a que da lugar la angustiosa lucha por la sobrevivencia en un estado de naturaleza pre-estatal que impone a cada quien velar por su propia seguridad. A falta de Estado, a cada individuo o colectivo familiar corresponderá defenderse como les fuese posible. Esa es la consecuencia trágica del colapso institucional, que no obstante, tampoco puede servir para justificar la cruenta caza humana.

La necesidad de dar paso al Estado exigía como requisito una renuncia de los individuos a su derecho de recurrir a la violencia por su cuenta –venganza privada– contra aquellos que les agraviasen, trasladando tal derecho de autotutela a un cuerpo político estatal que, conforme a Hobbes, incluso alcanzaría el título de soberano. Sólo éste asume desde tal renuncia la atribución de brindar seguridad y desterrar la incertidumbre en que sobreviven los individuos sometidos a la ausencia de racionalidad que es el resultado de la retribución carente de la mediación de un tercero no individuo sino institución: el Estado.

Pero el Estado para garantizar la seguridad no puede sólo fundarse en la fuerza, requiere también del Derecho que permitirá hacer uso de aquélla legítima y racionalmente. Es indispensable, por ello, dar una mirada al proceso que involucra la legitimización racional del Estado como tercero imparcial que no queda confundido con la fuerza, a la que, no obstante, siempre puede recurrir en necesarias y justificadas intervenciones como consecuencia de sus atribuciones coercitivas. Para tal fin, resultan de gran ayuda las ideas de H. Kelsen (2008[1944]:39), especialmente su obra La paz por medio del Derecho donde logra apuntar una propuesta lógica y jurídicamente coherente con su afán de dar cauce teórico a aquello que consideraba "[l]a característica esencial del derecho como un orden coercitivo[:] establecer un monopolio de la fuerza común".

En continuidad con las conclusiones adelantadas por M. Weber, quien hubo retratado al Estado sociológicamente, el iusfilósofo austriaco somete al Poder (Estado) al Derecho, identificando –de modo ciertamente reduccionista– al primero con un orden normativo que requiere, para garantizar la paz al interior del territorio estatal, de la vigencia de un ordenamiento jurídico unitario y centralizado.

Prescindiendo de entrar en detalles acerca de la cuestionada identificación entre Estado y Derecho, que haría del Poder estatal "realidad jurídica" (Peces-Barba, 1996: 326), lo que interesa más bien para efectos de este ensayo es la reconstrucción que hace Kelsen en el trabajo mencionado del proceso de juridificación de la fuerza, la cual pasa de ser empleada por los individuos a resultar reservado su empleo estrictamente a la comunidad jurídica convertida en Estado: “el tipo más perfecto de un orden social que establece un monopolio de la fuerza por la comunidad” (Kelsen, 2008[1944]: 40).

Pero, la comunidad en sí, orden social menos perfecto que el Estado al que antecede, presenta ya los rasgos que habrían de dotar de legitimidad a la institución estatal para el empleo de la fuerza. Kelsen (2008[1944]: 39) lo explica de este modo: "El empleo de la fuerza, prohibido en general como una transgresión, es permitido en casos excepcionales como una reacción contra la transgresión, es decir, como una sanción. El individuo que, autorizado por el orden social, realiza actos coercitivos contra otros individuos actúa como un órgano de orden social o –lo que es igual– como un agente de la comunidad constituida por ese orden. Solamente el individuo por medio del cual actúa la comunidad, sólo el órgano de la comunidad es competente para realizar un acto coercitivo como una sanción dirigida contra el violador del orden, del transgresor. El orden social hace así del uso de la fuerza un monopolio de la comunidad y al obrar de ese modo pacifica las mutuas relaciones de sus miembros."

Como puede apreciarse en el párrafo anterior, el gran jurista austriaco anticipa en el orden social de la comunidad, previo a la institucionalidad estatal, la exigencia de canalizar la violencia sólo a través de los órganos especializados de ésta. No pueden, por ende, hallarse elementos para sostener que el proceder espontáneo y sin liderazgo comunal de la "jauría humana" recibe los atributos de la comunidad como un "órgano coercitivo" de ésta que le autoriza a emplear la violencia como una sanción contra el supuesto, o capturado en flagrancia, delincuente.

Kelsen (2008[1944]:39) iría más allá en su afán por explicar el proceso de centralización del uso de la fuerza, pues dirige su reflexión no sólo hasta la organización social que antecede a la conformación del Estado: la comunidad, como ya se ha señalado, sino que hace una reflexión en torno al cuerpo social que antecedería a esta última: la comunidad primitiva en la que, a su vez, “sólo se permite a ciertos individuos realizar actos coercitivos en ciertas circunstancias precisamente determinadas por el derecho”; es decir, se debe tratar en cualquier caso de una "comunidad jurídica primitiva".

Para el iusfilósofo, “[e]l individuo o el grupo cuyo derecho ha sido violado es quien está autorizado para emplear la fuerza contra el individuo o el grupo responsable de la violación del derecho". Nótese que de entrada no hay mención de órgano coercitivo alguno, dejando a los individuos la tarea de procurarse una satisfacción que engendra la venganza privada. Al proseguir, Kelsen (íd.) aclara: "Aunque en el derecho primitivo prevalece el principio de la auto-ayuda, el acto coercitivo no considerado como un entuerto, como la venganza de sangre por ejemplo, tiene el carácter de una sanción y es interpretado como una reacción de la comunidad jurídica contra el transgresor, se trata del monopolio de la fuerza por la comunidad."

Atendiendo a este esquema que desciende desde el Estado institucionalizado ejerciendo sus funciones a través de sus funcionarios hasta la comunidad como orden social que emplea la fuerza a través de órganos a los que autoriza tal ejercicio y la comunidad primitiva que admite la sanción como respuesta a una infracción castigada por la comunidad, permanece la duda acerca de si en la última se admite la práctica de la caza del hombre; es decir, si ésta puede justificar la intervención de la jauría humana como una respuesta al robo reiterado, en el caso argentino y francés, o al asesinato, en el caso peruano.

(*) Abogado del Ilustre Colegio de Abogados de Puno. Coordinador de la Red de Antiguos Alumnos del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales del Ministerio de la Presidencia español.

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