La caza del hombre y el colapso estatal II


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Escribe: Edgardo Rodríguez Gómez | Opinión - 27 Jul 2014

Aunque en la comunidad primitiva jurídica se halla consagrada la autotutela, siguiendo escrupulosamente a Kelsen sólo se admitiría la legitimidad de tales respuestas si éstas se han constituido en sanciones previstas por dicha comunidad al actuar normativamente. Surge así de inmediato la cuestión: ¿Puede llegar a constituirse la jauría humana en comunidad, aún en estado primitivo?

Habría que partir de la idea kelseniana de comunidad como un "orden social" y compararla con los rasgos que presenta el colectivo de cazadores, recuperando las características de la jauría que proporciona W. Sofsky (2006: 157-158) quien señala:

"En la caza humana se persigue a otros hombres para atraparlos, despojarlos, ahuyentarlos, torturarlos, matarlos o comerlos. En ocasiones la caza toma una apariencia de legitimidad oficial para justificar posteriormente la sed de violencia. [...] De hecho, el fantasma social no tiene ninguna importancia, pues la caza del hombre no necesita razón ni estereotipo. Tiene su fin en la acción misma. [...] En la caza del hombre no hay dos enemigos enfrentados en igualdad de condiciones. Las víctimas no tienen ninguna posibilidad de defenderse [...]. Pues la jauría humana parece inatacable. [...] El origen de su aplastante superioridad no es de orden técnico, ni tampoco numérico. [...] Esta superioridad tiene su origen en la manera de actuar: en la movilidad, la resolución y la brutalidad de su proceder.

La caza es un acontecimiento limitado en el tiempo. Comienza con el ataque y dura hasta el momento en que la víctima es atrapada. Pero apenas la presa es repartida, la jauría deja de existir. Sus miembros se separan, se dispersan o regresan al lugar de donde habían venido. [...] Pero es indispensable distinguir netamente entre el movimiento de la multitud perseguidora y aquellas estructuras relativamente estables en las que la sociedad se asegura su permanencia. Sólo así se pueden apreciar en general las metamorfosis sociales, sólo así se puede preparar el estudio anatómico de la multitud perseguidora."

Se hace evidente, de esta descripción, el carácter efímero de la jauría que contrasta con la voluntad de conservación y permanencia tanto del Estado como de la comunidad garante de orden y guiada por tal propósito, incluso siendo primitiva, que aleja a ambos órdenes normativos del desbordamiento de la violencia que exhibe la multitud descontrolada, carente de racionalidad y, también –prescindiendo esta vez de Kelsen– de justicia.

Otro gran autor iuspositivista, N. Bobbio (1985: 10), en el artículo “La crisis de la democracia y la lección de los clásicos” acertaba al percibir la amenaza que se cierne sobre el Estado cuando éste consiente en la desmonopolización del uso de la fuerza física quedando comprometida su propia entidad de Estado. Bobbio se sostiene en las premisas hobbesianas para advertir: “existe un estado cuando sobre un determinado territorio se ha llevado a cabo el proceso de monopolización de la fuerza física, de ello se sigue que el estado, o la “forma de estado”, como se dice ahora, deja de existir cuando, en determinadas situaciones de acentuada e irreducible conflictualidad, el monopolio de la fuerza física va a menos o incluso, como sucede en las relaciones internacionales, no ha existido nunca”.

Hay que recordar, a estas alturas, que la fuerza que usa el Estado está sometida al Derecho, como exigía Kelsen, todo lo cual permite trazar una evolución desde aquel Estado entendido como "pura potencia" (Bobbio, 1985: 11) hasta la consagración del “Estado de Derecho” sometido a normas generales de garantía para impedir la arbitrariedad y limitar el uso desmesurado de la fuerza estatal, precisando qué órganos pueden ejercerla, en qué circunstancias y en base a cuáles procedimientos; de ese modo es posible distinguir “la fuerza legítima de la ilegítima”, considerando si ésta proviene del poder soberano, así como “la fuerza legal de la ilegal”, atendiendo a si es empleada conforme a las leyes o contra éstas. Prohibir el uso de la fuerza en cárceles y manicomios, o impedir que los padres maltraten a sus menores hijos o los profesores a sus alumnos es parte de la tarea de consolidación de un Estado de Derecho, según Bobbio.

Pero, los Estados actuales han ido mucho más allá respecto de la violencia y el uso de la fuerza estatal. Dos siglos después de las revoluciones que borraron de la historia a las monarquías absolutas, el mundo occidental ha consagrado los Estados de Derecho democráticos, en los que, precisa Bobbio (1985: 12), “está vigente la regla fundamental de que en cada conflicto el vencedor no es ya quien tiene más fuerza física sino más fuerza persuasiva, o sea, aquél que con la fuerza de persuasión (o de la hábil propaganda o incluso de la fraudulenta manipulación) ha logrado conquistar la mayoría de votos”.

Nada en esta evolución de una exigencia de racionalidad del actuar del aparato político y de la comunidad es compatible con los rasgos caracterizadores de la jauría humana, que, como precisa W. Sofsky (2006: 159): “Su acción obedece siempre a un propósito, pero éste no es necesariamente racional, ya que la fijación mental en el objetivo canaliza toda la energía y toda la atención. Las convenciones, los tabúes o la moral no harían más que obstaculizar la acción. Vacilar, demorarse o interrumpir la acción significaría aumentar la distancia. Este propósito exclusivo es ya portador de la brutalidad que se liberará en el momento de la captura y pondrá fin al proceso de multiplicación de las energías desencadenado en la persecución”.

Pero, si la actuación de la jauría humana debe estar proscrita en el escenario de intervención jurídica de la comunidad o del Estado puesto que favorece la reemergencia descontrolada de la guerra de todos contra todos, ¿cómo valorar el argumento recurrente proferido por la sociedad civil de Argentina, Perú o Francia, que explica los linchamientos en otro fenómeno denominado: “ausencia estatal”?

No hay duda que las oportunidades para que se lleve a cabo la caza del hombre son directamente proporcionales a las omisiones en la intervención de los funcionarios policiales para proveer una serie de prestaciones que los Estados modernos deben asegurar, entre otras la protección de la vida, la integridad física y los bienes de honrados ciudadanos que quedan transformados por el furor. Como apunta Sofsky (2006: 162): “Hombres que estando solos jamás se atreverían a levantar siquiera la mano a nadie, cuando se integran en un grupo son capaces de cometer repentinamente brutalidades insospechadas. El grupo hace desaparecer el miedo. Formando parte de él no se corre ningún peligro. Nadie es responsable”.

Bobbio percibió con meridiana claridad este problema ya a mediados de los años ochenta y lo configuró como parte de un diagnóstico que arrojaba como resultado un proceso de “crisis de la democracia”. Treinta años después de aquel artículo, Francia, país europeo de liderazgo mundial, sufre los efectos de la peor crisis económica de las últimas décadas y ello le hace difícil a sus gobiernos electos cumplir con compromisos asumidos con sus votantes durante las campañas electorales; por su parte, dos estados latinoamericanos que han retomado la senda democrática deben lidiar con amplios bolsones de pobreza incompatibles con los estándares de vida en democracia.

Las expectativas generadas por los pueblos francés, peruano o argentino dan pie a un escenario de ingobernabilidad, “entendida –dice Bobbio– como consecuencia de la desproporción entre demandas que provienen cada vez en mayor número de la sociedad civil y la capacidad que tiene el sistema político para responder a las mismas”. Indudablemente, una de las mayores demandas insatisfechas en escenarios de penuria económica es la que reclama seguridad, sobre todo en centros urbanos precarios económica e institucionalmente como los tres mencionados, donde la presencia policial es mínima y la violencia, que el Estado democrático debía difuminar, se respira a flor de piel.

Si está en crisis el Estado democrático, la presión sobre el Estado de Derecho deviene en inmediata; se agrava el riesgo de una reducción de garantías frente al uso de la fuerza pública para contener a los descontentos y, por último –advierte Bobbio– el Estado, en tanto pura potencia, se ve arrastrado al peligro del colapso cuando son los individuos los que deben vérselas frente a quienes les agravian, ladronzuelos o bandas criminales, resultando un drama mayor si los actos violentos se redirigen a los propios funcionarios encargados de garantizar el orden tras haber perdido la confianza ciudadana.

En conclusión, la caza del hombre es apenas un mero indicio de un proceso intolerable cuyas prolongaciones comprometen a toda la institucionalidad democrática de los Estados occidentales en que este fenómeno se hace presente. Así como el Estado y los ciudadanos no pueden seguir permitiendo la actuación de jaurías humanas, tampoco es admisible que las instituciones se sigan desentendiendo de la tarea prioritaria que da sentido a la existencia de cualquier cuerpo estatal en el mundo: garantizar seguridad a quienes viven en sus territorios. Soltar las correas de transmisión que conectan todos estos engranajes solo puede llevar al caos total, a la vuelta al desastre de las luchas intestinas que los tres países han registrado en sus historias cuando estaba ausente la democracia.

(*) Abogado del Ilustre Colegio de Abogados de Puno. Coordinador de la Red CEPC de Antiguos Alumnos del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales del Ministerio de la Presidencia español.

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