No hay mañana



Escribe: José Carlos García Fajardo | Opinión - 25 Nov 2014

Quizás sea hora de reconocer que la moral es una creación de la especie humana, el término de un ascenso genético por un mecanismo de selección natural en el que el pez grande se come al chico y hace que el hombre aparezca en la cima de una pirámide de víctimas, porque el deber moral expresa una necesidad que no se encuentra en la naturaleza, reflexiona Leonardo Boff. Lo que sí existe es una Ética universal por la que se rige y trata de explicar el universo. Hay tantas “morales” como tradiciones culturales y religiosas; para el Islam es “pecado” beber vino o comer cerdo, para muchos hindúes carne de vaca, para los judíos comer peces sin escama o mariscos. Para los católicos, la masturbación.

La moral es desconocida para los animales pero los seres humanos, al haber perdido muchos instintos, se han inventado una serie de normas para que puedan sobrevivir los más aptos y fuertes. Este concepto de apto y de fuerte ha evolucionado con los tiempos en la medida en que los hombres se han servido de las tecnologías como instrumentos de poder, de las armas y del dinero. Del conocimiento al servicio de los poderosos en nombre de una supuesta raza superior, de una genética determinada, de una religión, de un territorio o de una ideología. Elevaron las anécdotas del poder circunstancial a categorías, y éstas a dogmas.

Esa es la tragedia del hombre moderno que se sirve de la razón para ponerla al servicio de unos intereses, de una concepción de la vida que es contingente y transitoria, pero que el ansia de poder y el miedo a perderlo llegan a enajenar a los individuos y a los pueblos. En su locura los hombres inventaron dioses a su imagen y semejanza, y no al contrario. Les hicieron hablar y las castas sacerdotales interpretaron sus pretendidas revelaciones.

Así se alcanza la razón y, con Kant, esta no tiene porqué seguir el orden de las cosas ya que es capaz de configurar un marco de referencia ideal al cual deben adaptarse las condiciones empíricas de la existencia. Ese deber que no es sino un recurso útil para mantener el orden y las reglas del juego establecidas por los que mandan o deliradas por los profetas. Por tanto lo que puede ser bueno y verdadero para la razón pura puede no convenir para la razón práctica. Ya Aristóteles nos previno contra el uso inmoderado de la justicia si no estuviera atemperada por la equidad o epiqueya que, dice, “es más hermosa que el lucero de la mañana o que la estrella de la tarde.”

Quizás no debería de preocuparnos un más allá que lo que nos ha preocupado de dónde vinimos.


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