‘Grandes esperanzas’, a la sombra de ‘Casa desolada’, novela perfecta


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Escribe: Elvis Cotrado | Opinión - 25 Jan 2015

Aunque el título original [‘Great Expectations’, o sea, ‘Grandes expectativas’] es más adecuado para el caso, porque la “esperanza” denota fines más nobles y bellos que una seca “expectativa” sin más, mantengo el título dado a la obra por respeto a su traductor.[1]

A riesgo de la contradicción, permítaseme afirmar esta verdad: pocos novelistas pueden ostentar el rango de “novelista nato”. Y bien, sin objeción alguna ni crítica obtusa, Dickens se adjudica con digna valía este honor entre esa notable legión. En ‘Grandes esperanzas’, como en ‘Casa desolada’ (su obra maestra), nos muestra ese variado y riquísimo mundo literario al que ya nos tiene acostumbrados. Los personajes son seres que vemos a diario, entre un cúmulo de posibilidades, gente común y corriente, como gente merecedora de atención que en Dickens y su pluma disonante adquieren la particularidad —la tiene y no la descubrimos— que sólo un novelista puede revelarnos. Algunos de ellos, ciertamente los más entrañables se manifiestan en sus rasgos más representativos con un ‘ethos’ y una ‘pathos’ logrados, llegando incluso Joe Gargery a un ‘logos’ de práctica (quizá la auténtica sabiduría popular).

Phillip Pip, el protagonista y narrador, es un muchacho criado “a mano”[2] que espera verse realizadas sus expectativas de convertirse en un caballero cuando la providencia le brinda tal oportunidad; esto, sin embargo, con objeto de gustar y ser “alguien” para Estella Havisham (hija adoptiva de la señorita Havisham). Estella, por su parte, es orgullosa y cruel, según la línea argumental, porque así ha sido criada: para no tener corazón —como ella misma afirma— y vengar en ella a la señorita Havisham, ya que ésta detesta con todas sus fuerzas a los hombres.

El carácter de Estella no es tan diferente de otros personajes femeninos presentes en la novelística (Lady Dedlock, Zenaida Zazeguin, la condesa Bezujova, Polina Alexándrovna o la duquesa Sanseverina), pero, a diferencia de otros, parece redimirse luego de sendos sufrimientos en la renovada amistad, que debía celebrarse, desde luego— con el ya maduro Pip en las páginas finales. Que se casase con el desagradable e iracundo Bentley Drummle nos presenta dudas: ¿Habiendo muchos pretendientes, entre ellos gente noble, por qué elegir al peor enemigo de Pip? Por otra parte, si el objeto es zaherir a Pip, ¿qué tiene Pip en común con el canalla Compeyson —quien es el causante del derrumbe mental de la señorita Havisham— si éste es todo lo contrario, en personalidad, a ese gañán? Lo anterior nos informa los planes de Havisham para con los hombres: en la medida de lo realizable, encontrar un joven que le recuerde a Compeyson y humillarlo.

Provis (Abel Magwich), el reo salvado del hambre por el infante Pip, quien no se sabe padre natural de Estella hasta minutos antes de su deceso, tampoco sabe nada acerca de la existencia problemática de la ama de llaves del señor Jaggers, es decir, la madre de Estella, para informar a Pip lo que atañere y conviniere al caso (pues, como se sabe, éste recibe tales informaciones de las confidencias de Herbert merced a la adquirida confianza de Provis), demuestra la usual conexión de personajes en la novela de Dickens. Importante es mencionar este detalle: Pip, quien inicialmente no puede evitar sentir desdén y repugnancia por su bienhechor, sólo se ablanda cuando va observando que ante sí tiene a un hombre del más respetable honor, aunque curiosamente estos sentimientos afloran cuando, mediante sus deducciones, confirma que éste es el padre de su amada. Probablemente Magwich es el personaje que se redime con más justicia —si cabe hablar de ella— durante esta parte de una de las diversas tramas que arma Dickens y que, por magia de la narrativa, se desvía de lo que sugiere inicialmente. Provis es pues el auténtico benefactor de Pip, aunque Joe sea ciertamente el hombre más fiel al muchacho, el que más le enseña a vivir y, por tanto, su intrínseco benefactor.

Numerosos personajes recuerdan a otros tantos de novelas de Dickens. Pondré de ejemplo, y no porque le conceda favores y sea arbitrario con él, la siguiente analogía: Herbert Pockett es a Pip lo que Ada Clare a Esther Summerson y, aunque se le rescate cualidades que ya desearíamos tener en gentes de sociedades actuales, no hay mucho que hablar de él. El abogado Jaggers recuerda al abogado Tulkinghorn de ‘Casa desolada’; en resumidas cuentas, los abogados son astutos y, como si de un guiño se tratase, harto parodiables en Dickens: ellos son una cosa en la oficina —un acervo inalterable que se puede tipificar— y otra en su vida privada. Si no, ¿cómo explicar incluso a sus trabajadores, como Wemmick? Prosigamos. Biddy es casi irresoluta, transparente, hasta se podría afirmar que un lector atento deduciría de antemano su matrimonio con Joe, mientras que de la señorita Havisham —probablemente el personaje más enigmático— no se revela ni se sabe gran cosa hasta aún terminada la novela. Que se expliquen las razones de su locura (el abandono en la ceremonia de bodas por su novio [Compeyson], la destrucción y la avaricia en el seno familiar, la depresión), junto a otros hechos que no es necesario mencionar, no nos garantiza “conocer” a este personaje. Recuerda a las brujas de los cuentos de hadas, es cierto, pero la tenebrosidad de sus aposentos también nos informa la condición del alma humana cuando yace sobre su melancolía y gime tras su amarga soledad. Es memorable el pasaje en que le dice a Pip: «¡Ámala, ámala, ámala!», y la posterior despedida de Pip, cuando descubre a su verdadero benefactor y le pide cuentas a la responsable de sus expectativas, y ésta le mira con una tétrica mirada de conmiseración, remordimiento y dolor que hace presagiar la más íntima empatía. Es Porque, como se lo confiesa después, ha visto la misma tristeza que ella al ser humillada por Compeyson en Pip al ser humillado por Estella. Esta es la revelación: la señorita Havisham descubre que ella ha creado a Estella para, sin verlo con claridad, vengarse ya no de los hombres sino de sí misma.

En cuanto a la trama no hay algo notablemente diferente del mejor estilo al que Dickens nos tiene acostumbrados —porque el estilo, es cierto, configura una trama que se sobrepone a la forma, cuando en el escritor se sobrepone la pasión por el tema tratado, como señala Borges—: personajes interconectados de cualquier modo, incluso si estos fueren plebeyos y nobles; aspectos que recuerdan lo detectivesco en Casa desolada y un inconfundible aire de novela con destellos de cuentos de hadas por capítulos y un marcado y serio realismo social en estos —probablemente por ello Chesterton le dedicase un ensayo particular—; líneas que, en fin, nos inducen a la indagación retrospectiva, la cual tiene asimismo la marca ineludible del narrador que escribe novelas cabales. Pero, hay que decirlo, fuera de estos lugares dickensianos, es el soberbio ensamblaje de estos lugares entre sí, en Dickens, lo que hace posible estas novelas de pura cepa y raigambre universal el máximo logro del autor. He ahí el ineluctable y vigoroso genio del autor nacido en Portsmouth.

Es probable, si vamos a relacionar la vida del autor con su obra, que su observación acerca del mundo de las leyes y las penurias sociales, pueda sesgar el reflejo narrativo que tiene a detentar si se considera que provienen de sus experiencias infantiles antes que de sus experiencias maduras; es probable y queda en el tipo de incertidumbres que de ninguna manera afectan la prosa dickensiana para evocar y crear novelas, y eso es todo. ¿Qué puede reprochársele a un gran narrador? Si hay insistencias sobre el asunto, no obstante, bastará con decir que en ‘Casa desolada’ se condensan ese tipo de preocupaciones, que las abiertas diatribas —razonablemente justas— contra el absurdo sistema judicial de la época, la voz valiente contra las injusticias sociales y otros, tienen mejor exposición en aquella novela que en ‘Grandes esperanzas’. Es por ese rasgo visible, entre una infinidad posible, que ‘Casa desolada’ es una novela perfecta.

Alguien que lea con atención a Dickens no puede no concordar con Rafael Hernández Arias —traductor, prologuista y encargado de ‘Casa desolada’ para la edición de Valdemar— cuando afirma que el género cinematográfico poco tiene que ver con el verdadero Dickens, exceptuando, claro, una sencilla línea argumental, y que si a éste le debe popularidad en el siglo XX, a éste le debe también los malentendidos que mellan sobre su obra.

Todo gran novelista, ante todo, no cuenta historias sin más: crea personas de carne y sangre, personas que sufren y ríen, lloran y aman, odian y perdonan. La historia probablemente no cuenta mucho a la hora de juzgar, porque son los hombres quienes forman las líneas de su acumulación en el tiempo; el argumento ingenioso y de rigor —con el perdón de Borges— importa poco si los personajes “existen”, es decir, si tienen independencia del autor o cuando llegan al privilegio y tormento de la autonomía. Entre esta alusión a la trama y otras razones de índole pueril es que los argumentos predecibles incomodan al lector de cuentos “con leyes que definen su funcionamiento”. Porque si va a tratarse siempre de “vueltas de tuerca”, entonces el creador es Dios y los personajes son nominaciones numerales, y ya ha dicho un gran escritor argentino: Dios no escribe novelas. Y recuérdese, además: los personajes hacen a la novela y no ésta a los personajes.

[1] En la página 225 [de la edición de Alianza, trad. de Miguel Ángel Pérez Pérez], cuando el señor Jaggers comunica a Joe “las grandes expectativas” que se le abren a Pip, se mantiene este criterio en la primera nota del libro; se aclara, asimismo, que el título se mantiene a fuerza de consolidación en nuestro acervo cultural. No se explica, sin embargo, si esta aclaración se refiere al uso que se le da al término “esperanza” en el arraigo hispanohablante o si se trata de la acostumbrada nominación del libro en el ámbito hispano para fines prácticos. Recuérdese el memorable caso de ‘La transformación’, de Kafka, y su equivocado título ‘La metamorfosis’ que, como sugiere el antecitado, se mantiene en la mayoría de ediciones para fines prácticos.

[2] Como suele decirse de las personas que han sido educadas con los rigores de la severidad.


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