Opio para el placer y el dolor: eficacia


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Escribe: Elvis Cotrado | Opinión - 01 Feb 2015

Aunque el libro es breve, la historia se compone de dos partes, cuya primera contiene un texto para el lector y su respectiva advertencia, proemios seguidos de una confesión preliminar de importancia sustancial. La segunda parte guarda una introducción y tres episodios: “Los placeres del opio”, “Introducción a los dolores del opio” y “Los dolores del opio”; todo finaliza con un apéndice. Por la pesadez de su contenido, la dificultad de su asimilación y la intromisión experimental de diversos géneros literarios, los italianos llamarían a esta notable obra “macarrónica”. Pero hay que decirlo: el mismo Pirandello —en su magistral ensayo ‘El humorismo’, 1908— resuelve, con innegable certeza, que el artista utiliza instrumentos que, por su naturaleza, no están hechos para lo individual, sino para lo universal, como el lenguaje. Así, pues, el artista, el poeta, debe sacar de la lengua lo individual, es decir, precisamente el estilo. Porque la lengua es conocimiento, objetivación; el estilo es la subjetivación de esta objetivación. En ese sentido, es “creación” de forma, es la partícula de la palabra que nosotros revestimos y animamos con nuestros sentimientos particulares y nuestra voluntad[1].

Probablemente pocos autores gozan de prosa tan fina y elegante. Las ‘Confesiones de un inglés comedor de opio’, de Thomas de Quincey (1785-1859), son la prueba más eficaz, cuando se quiere mezclar narrativa y disertación en un mismo libro, que además tiene la delicadeza de ser breve, de que el ensayo no está muy alejado del género novelesco. En estas memorables páginas, así como se cumple el objeto del libro —esto es, según el autor, la eficacia del opio para el placer y el dolor— también se consigue el remordimiento del corazón. ¿Cómo? Este efecto sentimental, instructivo por sí mismo, se da en aquellas emotivas palabras del narrador sobre Ann, su benefactora. «La generosa muchacha —refiriéndose a esta muchacha— pagó este vaso de vino con el poco dinero que entonces poseía —¡no lo olvidéis¡—, que apenas le bastaba para sus necesidades más urgentes y sin ninguna razón de suponer que alguna vez podría pagarle. ¡Oh mi joven benefactora! ¡Cuántas veces, en los años que siguieron, me encontré en lugares solitarios pensando en ti con dolor de corazón y amor perfecto, cuántas veces quise que, así como en la antigüedad se creía que la maldición de un padre tenía poder sobrenatural y perseguía a su víctima con fatal necesidad de ejecución, también las bendiciones de un corazón abrumado por la gratitud tuviesen prerrogativas semejantes y recibiesen de lo alto la facultad de seguirte, asediarte, alcanzarte, darte caza, hasta en la oscuridad central de un burdel de Londres o (si fuera posible) hasta en la oscuridad de la tumba para allí despertarte con un mensaje solemne de paz y misericordia, de reconciliación final!» Después de este bello pasaje, el autor asegura que no suele llorar, no porque la austeridad de su intelectualidad lo requiera ni porque sea duro de corazón, sino porque, a fuerza de soportar tales padecimientos, fomenta en sí mismo una especie de creencia “consoladora” de futuros equilibrios. Alguien puede confundir la expresión de estos sentimientos con sorna, alguien podrá menoscabar tales gestos humanos, pero el mismo autor rechaza tales suposiciones. Si alguien aspira a la filosofía, pues, deberá aspirar también al yerro y a la virtud, a la ignorancia y la sabiduría, al amor y a la meditación. No es concebible, como esperan las gentes obtusas, aspirar incluso a bosquejo de conocimiento sin antes dotarse de experiencias funestas, vivencias penosas y esas llamadas “situaciones de frontera”. Será menester caer para ver el fondo, ignorar para desear saber; saber para descubrir que no se sabe nada, amar para respetar los sentimientos nobles; odiar para sentir la mezquindad; será necesario, en fin, admitir que ni los sabios más dotados tienen la última palabra. Estas son las disposiciones que el narrador posee, por estas es que su discurso deviene en disquisiciones irónicas, cosa que puede confundirnos y ante las cuales tenemos que sobreponernos.

Para despejar dudas y prejuicios acerca de los orígenes del comedor de opio, éste declara que, a pesar de tener amigos de la nobleza más pulcra, no pertenece a ella; su padre es un honorable comerciante inglés. Más adelante nos informa lo siguiente: «Me honro al mencionar las dotes aún mayores de mi madre; no ha aspirado nunca al título ni los honores de la ‘literata’, pero me atrevo a llamarla una mujer ‘intelectual’ (lo que no son muchas literatas)». Luego: «Estos son los honores de mi ascendencia; no tengo otros y he dado sinceras gracias a Dios por no tenerlos, ya que, a mi juicio, una posición que eleva demasiado al hombre por encima del prójimo no es la más favorable para las cualidades morales o intelectuales». No vamos a entrar en polémicas sobre estas afirmaciones, especialmente sobre la determinación de qué corresponde o no adecuadamente para el ejercicio moral e intelectual; ejemplos que discrepen de esta opinión, en su ambivalencia más clara, podemos encontrarlos en Montaigne, Tolstoi o Proust (todos ellos, si no hombres nobles de cuna, sí sujetos ‘comme it fault’). Sin embargo, y en la medida de su alcance, este pensamiento es aplicable a las sociedades actuales.

En la segunda parte, cuando ya se diserta sobre el opio, el narrador nos dice esto: «En suma, para decirlo todo en una palabra, el hombre que está embriagado o que tiende a la embriaguez se halla, y siente que se halla, en una condición que favorece la supremacía de la parte meramente humana, y a menudo brutal, de su naturaleza, en tanto que el comedor de opio (hablo de aquel que no sufre de ninguna enfermedad ni de otros efectos remotos del opio) siente que en él predomina la parte divina de su naturaleza: los afectos morales se encuentran en un estado de límpida serenidad y sobre todas cosas se dilata la gran luz del intelecto majestuoso». En páginas anteriores nos explica que el vino distorsiona y desordena las facultades mentales, mientras que el opio, en dosis adecuadas, las ordena y armoniza; el vino roba al hombre el dominio de sí mismo; el opio, lo fortalece. Recordemos que esto se dice cuando aún no se ha hablado de los dolores del opio. Y recordemos, también, la desesperada resolución, luego de reflexionar concienzudamente sobre un acto que se mide por la virtud, cuando dirá —en ‘Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes’, 1827-1839, cuya edición revisada y finiquitada data de 1854— que “ya se le ha dado bastante a la moralidad, ahora le toca el turno al gusto y a las Bellas Artes”, esto seguramente para evadirnos de un examen cargado de moralina sobre una obra que diserta sobre los placeres de una droga, para recordarnos que, como la moral y la virtud tienen su asidero en su momento, la estética de igual manera.

Los recurrentes sueños, pesadillas y escenas fantasmagóricas constituyen en lo esencial los dolores del opio. «Los eternos adioses.» El propio narrador menciona que los malestares no son precisamente del cuerpo, sino de la mente; la vitalidad y la salud, más bien, aumentan, según nos cuenta. Pero, ¿hay algo peor que las pesadillas en cuanto que estas se tornan en escenas que reemplazan al vivir cotidiano? ¿No es un tormento de la existencia vivir acumulando esperanzas y adioses para luego observar la cruel realidad, sea lo que sea?

Consideremos ahora otro pasaje importante (lo es al menos para quien suscribe): una de las razones que instan a la composición de una obra barroca, barroca en el sentido en que una obra está cargada de elementos y aditamentos complicados; consideremos, además, la tipificación singular para este tipo de libros con la vieja reflexión: cada libro merece la técnica que compone sus páginas. (Se dice que De Quincey era un escritor de ficción, un ensayista y un autor de prosa poética al mismo tiempo.) Y está claro, las ‘Confesiones’ es un ejemplo evidente. El narrador nos indica que su obra es interesante porque su personaje aspira al oficio de filósofo, porque “si un hombre que habla sólo de bueyes se convierte en comedor de opio, lo más probable es que sueñe con bueyes”; porque si un hombre, sea del caso un desprendimiento natural, que sólo habla de vulgaridades baratas y se convierte en comedor de opio, es obvio que soñará barateces sin más. Luego, estas confesiones, las que tienen valía desde luego, configuran naturalmente al comedor de opio maduro; es inevitable buscar en sus aventuras juveniles su formación filosófica y las cuitas que acarrea su condición de hombre casi dado a la indigencia. Aunque el autor especifica una finalidad del libro, aunque afirma que el “opio” es el verdadero protagonista de la historia, estas palabras conforman, a mi juicio, lo más recordable del texto: «Lo cierto es que en ningún momento de mi vida he pensado que pudiera mancharme el roce o la proximidad de cualquier criatura que tuviese forma humana; por el contrario, desde mi más temprana juventud he tenido a mucha honra conversar llanamente, more socratico, con todos los seres humanos, hombres, mujeres o niños, que la suerte atravesara en mi camino: práctica que se acuerda con el conocimiento de la naturaleza humana, los buenos sentimientos y la franqueza en el trato propios de un hombre que aspira a ser reconocido por filósofo. Un filósofo no puede mirar las cosas con los ojos de la pobre criatura limitada que se llama a sí misma hombre de mundo y que, tanto por nacimiento como por educación, está llena de prejuicios estrechos y egoístas; por el contrario, ha de considerarse como un ser universal que guarda la misma relación con grandes y pequeños, con gentes instruidas o ignorantes, con culpables e inocentes». Don Miguel de Unamuno dice que el hombre individual es el hombre universal. Sin malentendidos, he ahí, pues, este hombre individual.

[1] Lo macarrónico resulta, según los italianos, de la combinación grotesca de estilos en una totalidad unitaria; es la creación arbitraria, contaminación monstruosa de diversos elementos del material cognoscitivo. Es necesario aclarar, sin embargo, las disposiciones de esta definición, decir que no se trata de una crítica sino de una explicación de la rebelión contra las formas de la “retórica” y los dogmas de la teoría literaria.

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