Ingobernabilidad en los territorios de conflicto


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Escribe: Luis Hallazi | Opinión - 01 Mar 2015

Las tres regiones tradicionales del país: costa, sierra y selva; o las ocho, según Pulgar Vidal, muestran un escenario de activa conflictividad territorial y ambiental, cuyo tratamiento bidireccional (territorio en conflicto- Gobierno central) demuestra principalmente los defectos de un Estado centralista y que en el intento de solucionar las demandas de las poblaciones en pleno estallido del conflicto, solo contribuyen a agudizar la ingobernabilidad en los territorios.

La Defensoría del Pueblo registró en enero de este año 159 conflictos activos y 51 conflictos latentes, haciendo un total de 210 conflictos. Entre las fases y tipologías que ha desarrollado la Defensoría, queda claro que de los 159 conflictos activos, la tendencia es que estallen en una crisis, lo que llevaría a la siguiente fase: resolver el conflicto en una mesa de diálogo con comisiones de alto nivel, es decir, con el Gobierno central. Actualmente, según datos de la misma Defensoría, se tienen 74 conflictos en proceso de diálogo. Este modus operandi que incluso llevó a la creación de una Oficina de Diálogo y Sostenibilidad de la PCM, duplicando algunas funciones que la Defensoría hace es una fórmula que está agotada y desbordada; y que contribuye a una crisis mayor, la de la gobernabilidad territorial; para eso solo hay que analizar los resultados de esas mesas o, si buscamos un indicador político, ver la suerte que corrieron algunos ministros a lo largo del Gobierno de Humala cuando entraron como falsos mediadores.

Pretender que desde una oficina ubicada en el centro de Lima se aborde un escenario de alta conflictividad es carecer de capacidad de gestión. Buscar que los ministros atiendan 159 conflictos, cuando tienen mucho que ver con las causas políticas, y que además acudan cuando hay víctimas mortales, es simplemente reprochable. La impericia para abordar esta situación es alarmante por una sencilla razón: desconocimiento de los territorios y arrogancia centralista. Empecemos por saber que las mesas de diálogo o supuesta fase final del conflicto son el comienzo para desentrañar las causas que llevaron al descontento de una población; los meses y a veces años de desatención de derechos básicos, una vez que algunos llegan quizás a entender ese punto, finalmente pueden empezar a comprender el estallido del conflicto, protestas masivas, cierre de carreteras, enfrentamientos con las fuerzas policiales y el resultado de pérdidas de vidas (costo necesario que permite sentarte en una mesa frente al gobierno). Sin embargo, de llegar a ese punto ninguna autoridad parece preguntarse ¿Por qué en diversas regiones de un país una gran masa crítica levanta su voz de protest; qué de común tienen esos escenarios?, ¿Existe un poder central que trata de imponer un modelo único de desarrollo a través de diversos proyectos sin escuchar a los supuestos beneficiarios?, ¿Cómo puedo yo, autoridad, ser mediador para poder poner paños fríos a un problema que en parte he ocasionado?

Vayamos al caso de Pichanaki, que además trae “nuevos” ingredientes en tanto que no es un conflicto entre actividades extractivas y pueblos indígenas propiamente dicho. Para eso solo hay que remitirse a los pronunciamientos de organizaciones indígenas regionales (ARPI SC y CONAP). Ahí claramente deslindan su participación, a pesar de haber muchos ciudadanos indígenas en las protestas. Este conflicto hace referencia a una población andina en zona amazónica que rechaza las actividades extractivas porque se declara principalmente agrícola; a eso se agrega otras consecuencias de la ingobernabilidad en los territorios, como la tala ilegal, invasiones de tierras, conflictos de linderos, superposición de las actividades extractivas en tierras de pueblos indígenas e incluso corredores de narcotráfico. Ese caos territorial es consecuencia en gran parte de un ejercicio de poder desde el centro, a través de un pensamiento de modelo de desarrollo único impuesto por los sucesivos gobiernos en gran parte de nuestra República, sin interés para fortalecer el proceso de descentralización, sino -por el contrario- responsabilizarlo de la corrupción actual y buscar re-centralizar funciones a través de normas jurídicas (paquetazos) que bajo la justificación de reactivar la economía están desmantelando lo poco avanzado en políticas públicas y derechos humanos adquiridos.

Para entender este escenario de alta conflictividad hay que vivir en Pichanaki, y si eso no es posible hay que recurrir a diferentes actores que trabajan en el territorio; algo que no hicieron los ministros que visitaron Pichanaki. Para solucionar este escenario hay que empoderar a los mismos actores que viven en el territorio. Sin embargo, a esa desidia mostrada por las autoridades hay que agregar el reduccionismo de una cúpula gubernamental para simplificar los hechos y decir que es obra de azuzadores y como nuestros medios de comunicación carecen de independencia y obedecen a intereses patrimonialistas, pues propalan el mismo mensaje tendencioso. El resultado seguirá siendo el mismo, hasta que ya no solo sea el estallido de un conflicto sino de varios en un mismo tiempo, eso lamentablemente quizá traiga por la fuerza más que por el entendimiento el fracaso de un Estado centralista que ejerce el poder con un pensamiento único, el de un modelo de desarrollo que no necesita de ciudadanos ni ciudadanas que interpelen al Estado, ni propongan alternativas distintas.


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