Cuando la moral manda



Escribe: Jorge Rendón Vásquez | Opinión - 11 Oct 2015

Voy a contar una anécdota de Rafael Hoyos Rubio. Para quienes no lo sepan, él fue uno de los cuatro coroneles del Ejército que, bajo el comando del general Juan Velasco Alvarado, prepararon el golpe de Estado del 3 de octubre de 1968, que inició un período de cambios estructurales en la vida de nuestro país. Los otros coroneles fueron Jorge Fernández Maldonado, Leonidas Rodríguez Figueroa y Enrique Gallegos Venero.

A mediados de febrero de 1975 yo trabajaba en el ministerio de Trabajo, asesorando gobierno de Velasco Alvarado en asuntos de trabajo y seguridad social. El general de la Fuerza Aérea Pedro Sala Orozco había dejado de ser ministro de Trabajo el 26 de noviembre de 1974 al pasar al retiro. En su lugar, la Junta Militar de Gobierno nombró a otro general de la Fuerza Aérea a quien el cargo le quedó grande. Debilitado por la enfermedad y rodeado hasta la asfixia por los generales del grupo denominado La Misión, empeñado en parar los cambios estructurales, Velasco Alvarado parecía haber perdido filo. Comprendiendo que la revolución llegaba a su fin en el sector Trabajo, me apresuré a preparar dos proyectos de ley de gran importancia: uno para pagar a los obreros el salario por los días domingos y feriados y terminar con el salario dominical que era, en realidad, una prima antihuelga; y otro para suprimir la pérdida de la compensación por tiempo de servicios por falta grave que estimulaba a los empleadores a despedir invocando faltas inexistentes para quedarse con el importe de este derecho. Ambos proyectos fueron convertidos en decretos leyes en seguida.

Unos días después, me encontré en el ascensor con el general Enrique Gallegos Venero, quien era Ministro de Agricultura. Luego de referirle brevemente la situación, me dijo que hablaría con el general Rafael Hoyos Rubio, titular del ministerio de Alimentación. A los pocos minutos recibí una llamada telefónica. Rafael Hoyos quería hablar conmigo. Subí a su despacho en el noveno piso del mismo edificio. Me recibió cordialmente y, prescindiendo de preámbulos, me ofreció la dirección general de Asesoría Jurídica de su ministerio.

—Es un sector distinto del de Trabajo —respondí—. Pero no tendría inconveniente en manejar las normas inherentes a este nuevo ministerio.
—No quiero sólo un abogado —continuó Hoyos—. Necesito un revolucionario.
—Entonces ¿cuándo empiezo? —repuse.
—Ahora mismo.

Llamó a su ayudante, el coronel Bianchi, y le ordenó que habilitasen los ambientes en los que yo trabajaría.

—Doctor —añadió Hoyos—, si usted firma, yo firmo.

El ministerio de Alimentación, creado en enero de ese año por recomendación de la FAO, estaba en plena organización. Disponía de tres direcciones generales de línea: Producción, Comercialización e Infraestructura, y su función era asegurar la alimentación de la población peruana.

Para cumplir mi cometido, dispuse que los proyectos de normas, firmados sucesivamente por los directores de las oficinas que los habían generado, pasasen por la mía antes de ir al despacho ministerial. Determiné que necesitaba veinticinco abogados: veinte distribuidos en las direcciones generales y los órganos descentralizados; y cinco en mi dirección. Se encargarían en cada nivel de estudiar cada expediente. Yo firmaría después. Como el ministerio de Agricultura sólo nos había cedido tres abogados, convoqué un concurso público, anunciado en los periódicos, para cubrir las demás plazas. Ordené, además, que los abogados del ministerio se reuniesen en mi despacho los viernes, de nueve a once de la mañana, para intervenir en un taller de perfeccionamiento. Debían exponer por turno los casos tipo que les indicaba, y los demás comentar los fundamentos de hecho y de derecho. Poco después mis abogados se convirtieron en expertos imbatibles.

En los tres años que estuvimos en este ministerio con Rafael Hoyos, el trabajo fue intenso y eficiente. Una medida de gran importancia fue la creación y ejecución del Plan de Cultivos y Riego anuales aplicable en todo el país; otra la distribución ordenada y oportuna de la producción agrícola y pecuaria y las importaciones planificadas, complementadas por la construcción de centros de distribución y mercados.

Los precios de los alimentos estaban controlados y regulados. Los primeros correspondían a los expendidos por la red de distribución estatal y los segundos a los vendidos por los particulares.

Nunca en esos tres años hubo problemas de abastecimiento ni escasez. Las direcciones generales de Producción y Distribución estudiaban los costos y determinaban los precios, permitiendo una ganancia racional.

La anécdota a la que me refiero sucedió en 1976. Como la producción nacional de grano para la elaboración de aceite comestible era insuficiente, el Estado, adquiría del extranjero grano de soya u otros, a través de su empresa importadora (ENCI), y lo entregaba a las empresas molineras (unas once) a precios determinados para que vendieran el aceite a los precios fijados. A causa de la inflación, para cada entrega a ellas y para la venta a los mayoristas y al público se señalaba precios más elevados en relación con los anteriores. Todo anduvo bien hasta que en cierto momento los inspectores del ministerio detectaron que algunos expendedores de aceite manifestaban no haber recibido sus pedidos a tiempo. Lanzada la alerta, se procedió a una exhaustiva investigación que dio como resultado la constatación de que las empresas molineras habían retenido una parte de los lotes que debían vender a un precio, y lo habían vendido al más alto del lote siguiente. Se determinó que por esta diferencia se habían embolsado unos doscientos setenta mil soles. La resolución ministerial, ordenando la devolución al Estado de esta suma, fue firmada de inmediato y notificada a las empresas molineras.

Tres días después, el ministro Rafael Hoyos me llamó a su despacho. En la mesa de sesiones estaban ya instalados un general en retiro de la Fuerza Aérea que había sido presidente colegiado de la República en 1963, y un abogado sobre los cuarenta años, de tez blanca, cabello algo castaño y ligeramente ensortijado y un rictus de suficiencia y desdén. Tras tomar yo asiento, el ministro dijo:

—Puede comenzar, mi general.

El general retirado expresó que venía como consultor de las compañías aceiteras a solicitar la derogatoria de la resolución expedida por el ministerio, y que sería el abogado de ellas quien haría la fundamentación. Con voz tonante, el abogado prosiguió:

—La resolución que ordena pagar a las compañías elaboradoras de aceite una exhorbitante cantidad es una tentativa de confiscación de la propiedad privada. Nosotros estamos en el mercado. Pagamos lo que compramos y lo vendemos. Si vendiendo, perdemos es nuestro riesgo; si ganamos, es nuestro beneficio. Si vendemos ahora o si vendemos mañana es nuestra voluntad, y nadie debería interferir en ella.

Fue todo su alegado. Le pedí al ministro que me concediese la palabra. Asintió y dije:
—El mercado no es ahora libre. Los precios están regulados. Las aceiteras toman el grano adquirido por el Estado a un precio determinado para vender el aceite al precio fijado para ese lote. Es la regla. No lo han hecho así. Han retenido una parte del grano y vendido el aceite elaborado con ella al nuevo precio correspondiente al lote siguiente. Como no es posible devolverles a los consumidores la mayor cantidad pagada por ellos, el Estado, en su representación tiene el derecho de recuperarla. No procede, señor ministro, a mi criterio, dejar sin efecto la resolución que ordena la devolución al Estado del ilegítimo beneficio percibido por las aceiteras.

El ministro, dirigiéndose al general en retiro, dijo
—Desea decir algo más, mi general.
—No, nada más —respondió este. El abogado de las aceiteras, atónito, se quedó en silencio sin disimular su cólera. Era evidente que le parecía inaudito que su escenografía de presión hubiese fallado y que su miopía de clase le había impedido ver la reciedumbre moral del militar que tenía delante.

Dentro del plazo de cuarenta y ocho horas, las aceiteras depositaron en el Banco de la Nación la suma con la que se habían quedado.

El 31 de diciembre de 1977, a los tres años de su gestión como ministro de Alimentación, el general Rafael Hoyos Rubio fue destinado a otra colocación. A mi pedido, terminé mis funciones en el ministerio también ese día.

Rafael Hoyos Rubio falleció el 5 de junio de 1981 en un extraño accidente del helicóptero en el que viajaba, inspeccionando la frontera norte del Perú.

Recordando el episodio narrado, me ha surgido la risueña ocurrencia de preguntarme qué hubiera hecho en un trance parecido un presidente que gobernó después, atenido escrupulosamente a su productivo lema “la plata llega sola”.

En octubre de 2006, este presidente, separó de su cargo al general Rafael Hoyos de Vinatea, hijo de Rafael Hoyos Rubio, por una intriga de ciertos jefes militares para impedir que asumiera la comandancia general del Ejército. Le imputaron una apócrifa apropiación en la construcción de una carretera. Nunca se probó que este hombre salido de un hogar que era como un templo de la moral hubiera alzado ni un sol ajeno. Todo ladrón cree que los demás son de su condición. Un francés hubiera dicho: Quel culot!


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