¿Por qué es tan difícil para Trump dejar ir las cosas?


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Escribe: GLENN THRUSH & MAGGIE HABERMAN | Política - 26 Mar 2017

El presidente Trump es un hombre muy susceptible a engancharse en las redes de la obsesión. Durante marzo, ninguna manía ha consumido tanto su psique —ni su cuenta de Twitter— como la firme e infundada creencia de que el presidente Barack Obama espió sus teléfonos. ¿Por qué no puede dejar atrás el asunto?


Trump a menudo dice: “Soy, o sea, una persona realmente inteligente” en público. En esa línea, sus asesores dicen que lo impulsa la necesidad de demostrar su legitimidad como presidente a los muchos críticos que lo consideran un indigno vencedor que siempre estará socavado por el triunfo en el sufragio popular de Hillary Clinton con tres millones de votos de ventaja.

“Sus opositores políticos están utilizando la investigación de Rusia para deslegitimar toda su presidencia y su agenda”, dijo Sam Nunberg, quien desde hace mucho tiempo ha sido consejero político de Trump y es cercano a los asesores en la Casa Blanca. “Él seguirá luchando, y lo hace mejor que cualquiera en esta Casa Blanca. Y eso incluye a todos los miembros del Comité Nacional Republicano que contrató para defenderlo”.

En segundo lugar, el contraataque —en este caso, contra Obama, el director del FBI y miembros de su propio partido que consideran falsa su afirmación sobre los teléfonos— es una parte importante de la imagen que el presidente tiene de sí mismo. Los dos modelos más influyentes en la juventud de Trump fueron hombres que predicaron las filosofías gemelas de la autopromoción incesante y la guerra total contra cualquier persona percibida como una amenaza.

Trump, de acuerdo con un asesor, reproduce perpetuamente en su cabeza una banda sonora conformada por los consejos de su padre, Fred, un implacable desarrollador de bienes raíces que puso el peso del éxito de la familia sobre los hombros de su hijo. El otro mentor de Trump fue el mordaz e intrigante abogado de la era McCarthy, Roy Cohn, quien le aconsejó que nunca cediera ni admitiera sus errores.

La fijación de Trump con Obama y con una investigación del FBI acerca de la influencia rusa en las elecciones de 2016 hace eco de sus acciones en Nueva York hace décadas, cuando participó en amargas batallas personales con el alcalde Edward Koch y los principales funcionarios de Atlantic City. Las batallas a menudo fueron en detrimento de los negocios de bienes raíces y juegos de azar de Trump, según Tim O’Brien, autor de TrumpNation, una biografía de 2005 que documentó los primeros años del magnate.

“No creo que haya nada nuevo en su comportamiento”, dijo O’Brien, quien ahora es editor ejecutivo de Bloomberg View. “Ha estado haciendo este tipo de cosas durante los últimos 45 años”.

“Es profundamente inseguro acerca de cómo se percibe en el mundo, acerca de si es competente o no y acerca de si merece lo que ha conseguido”, añadió. “Tiene una sed insaciable de validación y amor. Por eso nunca puede quedarse callado, incluso cuando contenerse es lo más recomendable estratégica o emocionalmente”.

Durante la campaña de 2016, Trump se obsesionó con casi todos los pormenores, especialmente en los medios de comunicación, y señaló a los periodistas que criticaron sus mítines. Un día después de tomar posesión como el presidente número 45, se despertó furioso de que los sitios web estuvieran mostrando imágenes comparativas en las que se notaba que el público de su ceremonia fue notablemente más pequeño que la multitud reunida por Obama en 2009.

Encomendó a su secretario de Prensa, Sean Spicer, a que convocara a los medios a la Casa Blanca para criticar la información sobre el tamaño de la multitud, lo cual alegró al nuevo presidente, pero sorprendió a casi todos los demás por ser una reacción extraña y exagerada.

El —ahora tristemente célebre— tuit que Trump escribió el 4 de marzo equivale a una declaración de que él no será la víctima de nadie. “Qué bajo cayó el presidente Obama al interceptar mis teléfonos durante el sagrado proceso electoral”, escribió el presidente en un arrebato con faltas de ortografía, uno de varios aquella mañana. “Esto es como Nixon/Watergate. ¡Qué tipo tan malvado (o enfermo)!”.

Más que cualquier otro atributo, la dureza es lo que Trump ha tratado de proyectar durante su corta y exitosa carrera política, y él cree que su comportamiento lo hace parecer más duro, sin importar lo que piense la prensa.

Como candidato a la presidencia, quería parecer severo y vetó cualquier imagen de campaña que siquiera insinuara debilidad, dijeron sus asistentes. Es por eso que cada fotografía que ha elegido —incluso en la que aparece con los ojos tensos en su cuenta de Twitter— tiene el gesto de un tipo amargado. “Quiero lucir como Churchill”, es lo que Trump respondía a sus empleados cuando le preguntaban qué aspecto quería tener.

En tercer lugar, la distracción es un motivo importante. Trump fue capaz de cambiar el tema atacando a Obama y hablando de teorías sin fundamento. En su tormenta de tuits de principios de marzo, estaba tratando de desviar la atención de una nueva vergüenza: el fiscal general Jeff Sessions no había revelado, durante las audiencias de confirmación, que había tenido reuniones con el embajador de Rusia en Estados Unidos.

“Con casi todos los tuits mordaces e improvisados, borra una historia”, dijo David Axelrod, uno de los principales asesores de Obama. “Reacciona a toda afrenta, real o imaginada, al estilo pavloviano. Lanza golpes por cada pormenor hasta el cansancio y sigue aferrado a sus opiniones incluso cuando gana un argumento”.

Así, Trump no ha bajado la guardia porque nadie puede detenerlo.

Dentro de la Casa Blanca, los asistentes describen una incapacidad casi paralítica de decirle a Trump que se ha equivocado o ha llevado las cosas demasiado lejos en Twitter.

El día en que Trump publicó su mensaje acerca de que Obama había “interceptado” sus teléfonos, su jefe de personal, Reince Priebus —inicialmente visto por algunos republicanos tradicionales como el mejor baluarte contra el comportamiento de inmolación de Trump— llegó a decir que la Casa Blanca estaba convencida de que había algo allí con respecto a las acusaciones.

El problema es que los dos asesores que no son sus familiares, pero son lo suficientemente poderosos para tratar de cambiar el comportamiento de Trump, no están dispuestos a hacerlo. Su principal estratega, Stephen Bannon, quien también suele lanzar bombas retóricas, aconsejó a Trump que moderara su comportamiento al final de la campaña, pero sigue siendo el asesor del Ala Oeste que más comparte las opiniones del presidente sobre la vigilancia.


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