DIARIO DE LECTURA: ¿Por qué leer literatura?



Escribe: Bladimiro Centeno Herrera | Sociedad - 11 May 2009

Cuando descubro un arquitecto, un ingeniero, un médico, un periodista, un estudiante, un ciudadano común y corriente; leyendo un poema, cuento, novela u otra forma de expresión estética; le atribuyo casi inmediatamente (en el ámbito urbano) una calidad humana, comprensión racional de los hechos y una mentalidad abierta a las circunstancia reales. Posiblemente este entusiasmo no se traduzca en todos aquellos que leen literatura. Pero la mayoría de ellos evita tanta tozudez que enferma la sociedad.
En una época en que la complejidad comunicativa ha cosificado la mente humana, esquematizado la visión del mundo, mecanizado el pensamiento humano, subordinado la razón a la imagen, la lectura literaria se convierte en una de las pocas formas de ejercer la libertad. No puedo olvidar que la sociedad contemporánea está hecha de palabras que integran, excluyen, jerarquiza, mercantilizan, discriminan a los seres humanos mediante discursos políticos, teorías científicas y determinaciones jurídico-administrativas.

Entonces nada me complace tan gratamente como el hábito de lectura literaria que pone en cuestión todos estos procesos cognitivos. Las otras lecturas me permiten ampliar el conocimiento, descubrir nuevas verdades, proponer soluciones concretas, pero sólo la literatura me permite ejercer la imaginación, comprender la condición humana y -paradójicamente- trascender las apariencias que se construyen mediante los discursos no literarios. Y puedo ver claramente la otra cara de las manifestaciones del poder en distintos ámbitos de la sociedad.

Aprovecho cada tiempo libre para descubrir el sentido oculto de las cosas absurdas que envuelven mi existencia durante las horas previas a la lectura de una obra importante. El texto literario es el espacio verbal donde convergen los principios dialécticos de la vida y la muerte. Y convivo tan profundamente con aquellos seres ficticios que desmontan los códigos socioculturales, desbaratan las máscaras que cubren el rostro de la realidad y me liberan de tantos prejuicios que esclavizan las mentes.

El cuento Cautivo de Jorge Luís Borges activa tantas imaginaciones naturales, sociales, culturales y visiones contrapuestas del mundo que poseen los personajes:

El cautivo
En Junín o en Tapalaqué refiere la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron por fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros lo detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido allí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y n día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.

En ningún otro texto se expone con tanta lucidez los mecanismos subjetivos mediante los cuales se construyen los patrones culturales de un hombre como en este cuento.

Todos mis argumentos defensivos para evadir mis responsabilidades con la vida, la sociedad y el mundo quedan puestos en cuestión cuando leo el poema Ciudad de Constantino Cafavis que cuestiona la supuesta racionalidad mis propias elecciones de vida:
Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo mis ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí”
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques –no la hay-
ni camino ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.

Me agrada profundamente el poema, porque despierta en mí un gran efecto estético que permite ver mi propia condición humana envuelta en espejismos insustanciales y falaces.

El único lugar donde la experiencia prosaica de la vida adquiere sentido es, entonces, en la literatura. No hay nada más significativo que indagar la condición humana entre aquellos seres ficticios que viven esos mundos posibles con una intensidad subjetiva que, en la experiencia diaria de las personas, se diluyen entre las preocupaciones cotidianas.

Ningún ser humano que haya trascendido como un personaje significativo ha soslayado la lectura literaria. Los textos académicos me permiten acceder al conocimiento, los textos periodísticos me ofrecen las informaciones sobre los hechos de la realidad, los textos jurídico-administrativos me permiten interactuar con las personas jurídicas o instituciones, pero únicamente la literatura me conduce a la comprensión de la condición humana.

La creación literaria exige una profunda observación de la condición humana, la absoluta libertad para la configuración de los mundos posibles y la activación de un estado psicológico frente a los hechos concretos de la vida. En consecuencia, la escritura literaria más fantástica descubre el símbolo de una verdad alterna, el anverso de una visión considerada válida y el reconocimiento de una realidad cubierta por espejismos ideológicos.
Entonces puedo releer constantemente el texto simbólico Gravitaciones de Juan José Arreola:
Los abismos atraen. Yo vivo a la orilla de tu alma. Inclinado hacia ti, sondeo tus pensamientos, indago el germen de tus actos. Vagos deseos se remueven en el fondo, confusos y ondulantes en su lecho de reptiles.
¿De qué se nutre mi contemplación voraz? Veo el abismo y tú yaces en lo profundo de ti misma. Ninguna revelación. Nada que se parezca al brusco despertar de la conciencia. Nada sino el ojo que me devuelve implacable mi descubierta mirada.
Narciso repulsivo, me contempla el alma en el fondo de un pozo. A veces el vértigo desvía los ojos de ti. Pero siempre a escrutar en la sima. Otros, felices, miran un momento tu alma y se van.
Yo sigo a la orilla, ensimismado. Muchos seres se despeñan a los lejos. Sus restos yacen borrosos disueltos en la satisfacción. Atraído por el abismo, vivo la melancólica certeza de que no voy a caer nunca.

Y me siento tan bien identificado con la invitación de Charles Baudelaire que me dice:
Tú conoces, lector, al delicado monstruo,
hipócrita lector –mi igual-, ¡hermano mío!


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