Cuento: Los ojos de la culebra VI


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Escribe: Christian Reynoso | Sociedad - 20 Jul 2014


Por un buen tiempo se dejó de hablar de la explosión en el mercado. Solo se decía que las investigaciones seguían su curso. Además, cada día ocurrían otras cosas, que quemaron a un ladrón, que asaltaron una casa de cambios, que unos huelguistas saquearon Plaza Vea, que mataron a un minero, que no hay agua potable, que un profesor violó a una menor, que decomisaron coca, etcétera, que, por supuesto, hacían que los sucesos del mercado quedaran en el olvido.

Pero un día de fin de semana, viernes, lo recuerdo muy bien, a punto de que El Fogón Chino abriera sus puertas, las radios de la ciudad dieron la noticia de que horas antes se había llevado a cabo un operativo contra La Culebra; que no había sido como cualquier otro de rutina, sino que este había permitido dar con los autores de la explosión en el mercado Túpac Amaru, según dijeron.

La noticia cayó como una bomba en la ciudad. Ahí mismo, gran parte de la población y los comerciantes del Túpac se dirigieron a la comisaría para ver las caras de esos malditos desgraciados que habían causado muerte y destrucción aquel día.

Fue tal el interés que provocó la noticia que a pesar de ser viernes, no tuvimos nada de clientela, más que unos cuantos borrachos que se quedaron sin plata apenas con tres rondas de tragos.

Toda la noche se habló de los detenidos, del operativo y de la explosión. Al día siguiente, el Comandante mandó a un policía a buscarme, para decirme que en la noche me esperaba en una casa cerca al Terminal Terrestre. Que no podía venir al Fogón Chino por razones de seguridad. Me causó risa, porque en medio de todo lo que pasaba, al Comandante se le ocurría tirar, ¡qué gracioso!; así era la vida, las cosas tensas se solucionaban con un buen polvito. Pero, ¿tan ansioso estaría el Comandante para citarme de esa forma? El policía me dio los datos de cómo llegar y dijo que no faltara. Esa había sido la orden del Comandante.

Lo encontré nervioso y cansado, eso que llaman estrés, entonces antes que todo le di unos masajitos, luego me hizo y le hice todo lo que quería. No duró ni dos minutos, se vino como un loco, necesitaba mujer. Yo como estaba fuera del Fogón Chino tuve la sensación de que no estaba haciendo mi trabajo. Sentí que me acostaba con un hombre de verdad y no con un cliente.

Pasamos parte de la noche juntos. El Comandante quedó satisfecho. Me dijo que se había encariñado con mi colita y que un día hasta se había soñado con ella. ¡Qué no dirán los hombres cuando se trata de tener un culito por delante! En algún momento empezó a contarme, solito sin que yo se lo pidiera, una serie de cosas relacionadas al operativo hecho a La Culebra. Pero más que una simple conversación parecía que lo hacía por una necesidad de hablar con alguien, de sacar ciertas cosas de lo profundo de él. Nosotras las putas podíamos darnos cuenta de eso, sabíamos que los hombres que venían a buscarnos no siempre lo hacían por placer sino porque necesitaban otro tipo de cosas, que los escuchen sin que les digan nada, que les den un poquito de amor y cariño, no importa fingido. Y, por supuesto, nosotras también podíamos dar eso, ¿por qué no?, claro, siempre y cuando que te cayera bien el cliente, porque también había muchos otros que eran una mierda, que creían que porque te pagaban, podían hacerte lo que les viniera en gana.

—Después de esto, voy a pedir mi cambio y ascenso —me dijo el Comandante—. Ya estoy cansado de este altiplano tan bonito y misterioso pero al mismo tiempo tan complicado con todas las cosas que suceden.

Me quedé callada. Esperé a que continuara, a que sacara todo lo que quería decir.

—Recibimos la llamada de un soplón —continuó—. Nos alertó que habría un pase de La Culebra muy grande, de unos sesenta camiones, pero que no solo traería mercadería de contrabando sino también cocaína, varios cientos de kilos, camuflados en algunos camiones. Eso marcaba una diferencia. Si cogíamos ese cargamento y descubríamos la cocaína a todos nos iba a ir muy bien, tendríamos felicitaciones del jefe de la Dirección Antidrogas y podríamos aspirar a ascensos. Sería un punto importante para nuestras hojas de servicio. Por eso nos animamos a armar el operativo.

—Pero el soplón podía estar mintiendo —dije.

—Claro, pero también podía estar diciendo la verdad. Había duda pero también certeza. Entonces esperamos a La Culebra en la zona de Checaya donde la carretera es más ancha y se tiene mayores facilidades de movimiento. Tuvimos suerte, logramos detener a por lo menos la mitad de los camiones. Los demás huyeron. Hubo un tiroteo sorpresa de nuestra parte que los dejó aturdidos, lo cual nos permitió actuar con rapidez. Otro contingente de nuestro comando vestido de civil esperó en otro tramo de la carretera adivinando que huirían por ahí. Fue así como diversas patrullas siguieron a los camiones. Una de ellas lo hizo hasta la Pampa, en las afueras de la ciudad, donde cinco camiones ingresaron a un garaje que resultó ser un almacén. Mis hombres dejaron que entraran sin alarmarlos, pero una vez adentro, armados y con más refuerzos irrumpieron en su interior, inmovilizando a todos quienes se encontraban allí. Fue cuestión de segundos. Cuando llegué yo avisado por la patrulla, hicimos una requisa a los camiones y al almacén. No encontramos nada de la cocaína pero sí decenas de decenas de televisores, refrigeradoras, hornos microondas, equipos de sonido, todos bien embalados. También había máquinas tragamonedas, bicicletas, motos, cajas de licores, cigarrillos, cerveza y balones de gas. Parecía el almacén de una fábrica. Pero más grande fue nuestra sorpresa cuando, atraídos por un olor pestilente que inundaba el corredor, encontramos en un cuarto que hacía de baño, un cuerpo en estado de descomposición, tapado con frazadas y plásticos, como si con ello intentaran neutralizar el olor. Daba ganas de vomitar. Ordené quitar las frazadas y los plásticos y encontramos un cuerpo, un cadáver. A la vista se notaba que varias partes del cuerpo habían sufrido quemaduras y excoriaciones. Dedujimos que se trataba de una mujer por las polleras y por el cabello largo. Por supuesto, las cosas cambiaron, ya no se trataba solamente de una requisa a La Culebra sino que se abría una investigación por homicidio. Encontrar un cuerpo en ese estado no podía significar otra cosa.

El Comandante dejó de hablar y dirigió la vista hacia la puerta, casi adivinando que a los tres segundos tocarían.

—Disculpe, mi Comandante —gritaron al otro lado.

—¿Qué desea? No ve que estoy ocupado —contestó, enérgico.

—Mi Comandante, hay problemas en la comisaría. Más de quinientas personas están pidiendo que se les entregue a los detenidos. Quieren llevarlos al Túpac Amaru para que reconozcan su responsabilidad en la explosión y luego someterlos al castigo popular y quemarlos vivos, echándoles gasolina, según gritan.

—¡Concha su madre! —respondió el Comandante, poniéndose de pie—. Ni siquiera dejan tirar un polvo, carajo. ¡Ya salgo! —cogió su uniforme puesto en una silla y empezó a vestirse, diciéndome más bajito—: Los presos ya no están en la comisaría, los llevamos al penal, para evitar estas cosas.

Le respondí con una sonrisa. Al mismo tiempo alargué mi mano para decirle que no se olvidara de cancelar mi servicio. Precio especial, además, porque había tenido que salir con pretextos del Fogón Chino.

Continuará…


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