Cuento: Los ojos de la culebra IX


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Escribe: Christian Reynoso | Sociedad - 10 Aug 2014


Aplacé mi viaje un par de semanas para sacar provecho a los paseítos con Chambi. Hice que me comprara ropa cara y cosméticos de marca. El problema surgía nomás cuando se ponía a hablar de que me retire del Fogón Chino; yo tenía que hacerle entender que era mi trabajo y que él no tenía por qué tomarse atribuciones que no le correspondían. Luego, con un buen polvito lo convencía y lo dejaba callado, claro, sin dejar de cobrarle. El trabajo era el trabajo. Con eso no había que jugar.

Una noche Chambi trajo una invitación para un matrimonio al que lo habían invitado. Quería que lo acompañe. Se casaba la hija de uno de los nuevos jefes de La Culebra. La chica acababa de terminar sus estudios en una universidad de Lima y ahora se casaba con un muchachito limeño, compañero de su clase.

—¡Se armó el muchachito! Tendrá el futuro asegurado —se burló Chambi.
—Seguro la chica está en Bolivia o en bolero —dije yo.
—¿Qué?
—En bola, pues, sonso… embarazada.

Pero eso era lo que menos me importaba. Le dije a Chambi que claro que lo acompañaba porque ni tonta que iba a ser para perderme esa fiesta. Pedí permiso en El Fogón Chino para esa noche, con cargo a recuperar.

—¿Y no pondrán una bomba los mismos de La Culebra como la vez pasada? —le pregunté a Chambi.

—No. Habrá vigilancia. Han tomado sus precauciones, hasta han contratado a la policía para que brinde seguridad. Por eso tengo invitación, estaremos de civiles.

Siendo así las cosas se me quitó el miedo, porque de verdad, ¿qué tal si pasaba lo mismo del mercado Túpac Amaru?

La fiesta estuvo a todo dar. Se trajeron al Grupo 5, ¡no lo podía creer!, y a otros cumbiamberos que tocaron con exclusividad para nosotros. Hubo variedad de tragos y asado de chancho con pastel de papa y ensalada. Los regalos llegaron en camiones. Cada uno más repleto que otro, de acuerdo a la familia que lo enviaba. Con todo eso, fácil los casados ya tenían para poner una tienda de artefactos eléctricos, pensé.

Entre los invitados estuvieron el nuevo Comandante de la policía y otros tombos de alto rango, según me fue señalando Chambi. También algunas autoridades del Municipio y del Poder Judicial y muchos comerciantes importantes de la ciudad y de La Paz, Bolivia, que eran conocidos como los “Barones del contrabando”.

Lo gracioso es que entre los invitados reconocí a un montón de clientes que iban al Fogón Chino y que habían solicitado mis servicios. Casi todos me reconocieron, claro, ¡cómo se iban a olvidar de mí!, de mi carita, de mi colita y de todo el placer que les había dado. Yo era inolvidable para cualquier hombre. Algunos se hicieron los locos y otros me sonrieron, conchudos, a pesar de que sus mujeres estaban ahí. Y ellas se dieron cuenta y empezaron a mirarme con odio. Todas viejas, feas, rolludas, chatas, grasosas, gastadas y pollerudas, ¡cuánta envidia me tendrían!, yo que estaba toda apretadita con mi minifalda y blusa de escote grande, ja.

Con el correr de la fiesta y la borrachera, uno de los hombres de La Culebra que estaba solo, empezó a echarme ojo y a hacerme conversación alabando mi belleza. Lo clásico. Chambi tuvo que hacerse el desentendido y se fue a tomar con unos amigos. No podía reclamarle nada al hombre. La Culebra era quien mandaba en la fiesta. El hombre se dedicó a servir mi vaso a cada rato y a preguntarme cosas. Sabía quién era yo. Él también se servía a vaso lleno y tomaba de un solo trago, al seco, para volverse a servir. Parecía que era un borracho de aguante. Mientras conversábamos no sé cómo empezamos a hablar de la Mami Felícita. Resultó que él había sido uno de sus maridos.

Se puso a hablar de ella y del día que la policía había encontrado el cuerpo. Dijo que esos mal nacidos que habían traicionado a La Culebra pagarían lo que hicieron, que no solo bastaba con que estuvieran en la cárcel, que la venganza recién llegaría. Aunque para él lo peor no era la traición sino lo que habían hecho con el cuerpo de la Mami Felícita. Esos miserables la habían tenido así, pudriéndose, porque querían chantajearlos con el cuerpo; les habían pedido a cambio una cantidad inalcanzable de dinero, como si ella fuera un trofeo de guerra; los amenazaron que si no accedían a su requerimiento iban a mutilar el cuerpo en varios pedazos para enviarlos a cada uno de los maridos y a las familias de La Culebra; y como para hacerles entender que hablaban en serio, les mandaron una mano de la Mami que incluso conservaba los anillos de oro que siempre llevaba puestos. ¡Qué crueldad! ¿Cómo podían hacer eso? Sabían, de sobra, que ellos estaban desesperados; el cuerpo había desaparecido desde el momento de la explosión y no tenían ningún rastro de él; por eso, esas bestias, lo tenían así, pútrido, lleno de gusanos, moscas y heridas; le habían echado unos líquidos para poder mantenerlo, pero igual era un asco; en el piso, debajo de las frazadas y plásticos, había unos fluidos lechosos y amarillos, y hasta orines y caca de los perros que cuidaban el almacén.

No sé si el hombre deliraba o decía la verdad, pero igual me dio ganas de vomitar y tuve que ir corriendo al baño. Después de arrojar todo lo que tenía en el estómago salí al patio decidida a irme de la fiesta. Me sentía mareada, no de borracha sino de asco. Ya no aguantaba, quería irme inmediatamente de esta ciudad.

Empecé a caminar hacia la puerta pero apareció Chambi, medio borracho. Me detuvo y me dijo no sé qué. No le entendí, mi cabeza pensaba en cómo irme.

—¿Qué te pasa? —empezó a gritar—. ¿Qué te pasa?

No le hice caso. Sus gritos me desesperaron. Lo mandé a la mierda, «déjame en paz», le dije, «me largo de aquí». Y seguí caminando.

—¡Gran puta y mierda, no te irás a ningún lado, carajo! —gritó con violencia, como un loco—. ¡Te quedarás conmigo!

Entonces me detuve. ¿Quién se creía que era para gritarme y darme órdenes de esa manera como si fuera mi marido? Quise darle un cachetadón y ponerlo en su sitio pero él retrocedió un poco y sacó su pistola de reglamento.

—¿Vas a dispararme, acaso, maricón? —le enrostré.

Me miró un momento como si dudara de algo. Sentí una picazón en el cuerpo y no sé por qué imaginé que así sería la mordedura de una culebra. Un fuego rápido iluminó el patio por un segundo y cerré los ojos. Escuché disparos y gritos de gente. Cuando por fin me atreví a abrir los ojos, después de un ratito que pareció un millón de segundos, alcancé a ver a Chambi vomitando sangre por la boca y su pecho como un charco de color rojo. Más allá unos hombres de La Culebra me apuntaban con unas metralletas. Me desvanecí.

Continuará…


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