Cuento: Los ojos de la culebra X


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Escribe: Christian Reynoso | Sociedad - 17 Aug 2014


Desde la ventana del bus, ahora que por fin me voy de esta ciudad, veo las últimas calles y casas, antes de entrar a la carretera que va al Cusco. Sebastián está allá, trabajando en un bar cerca de la plaza de Armas, y me dará alojamiento. Llegaré para la hora del almuerzo. El chofer dice que el viaje dura máximo siete horas, que la carretera está pavimentada y que así se llega más rápido. Pienso quedarme en el Cusco una o dos semanas y disfrutar al máximo de todo lo que se pueda.

Desde que el bus salió del terminal me he fijado en las casas de esta ciudad; casi todas están sin tarrajear y siempre tienen tiendas o grandes puertas de almacén. ¡Qué feo! No hay ni una sola casa, así normal, que solamente sirva para vivir. Toditas tienen negocios o están acondicionadas para vender algo, lo que sea; parece que la gente de aquí no está contenta si no vende algo.

¿Y cómo será el Cusco? Me han dicho que es bonito. Es la primera vez que voy. Sebastián dice que toda la ciudad es de piedra y que hay muchas cosas para conocer, pero no le creo tanto; lo que sí me gustaría es ir a Machupicchu, por todo lo que hablan y se ve en la televisión. Lo convenceré para ir juntos.
Del Cusco me iré a Puerto Maldonado. Mi excompañera del Fogón, la selvática, me ha contado que allí hay oferta de trabajo y que se gana buena plata. Dice que hace calorcito rico y no el frío chuncho de aquí; que hay mucho movimiento, que se puede pasar al Brasil como si nada, que muchos brasileros van y vienen, además de los turistas interesados en la selva, los madereros, los comerciantes y los mineros informales que tienen mucha plata.

—Anímate —me dijo—. Hay buenas perspectivas, solo tienes que cuidarte de los mosquitos y hacerte vacunar contra la fiebre amarilla.

Ella piensa volver, pero más adelante porque todavía quiere hacer plata por aquí, pero yo, con todo lo que he pasado, ya ni loca me quedo. Así es la vida, perra vida. Pero peor es morirse sin haber hecho nada o haberse quedado de brazos cruzados, y yo todavía tengo mucho por vivir, gracias a estas cositas ricas que Dios me ha dado. He estado pensando que allá mi nombre de batalla será Kiara.

Ojalá pueda dormir durante el viaje, aunque sea un par de horas, porque siempre que viajo no duermo. De todas formas me distraeré escuchando música por mis audífonos, para no pensar en nada, porque ya no quiero acordarme de lo que pasó ese día del matrimonio. ¡Pobre Chambi!, que en paz descanse, pero él nomás tuvo la culpa, por borracho y por querer hacerse el vivo conmigo; claro que, en el fondo, él tampoco tuvo la culpa, pobrecito. Creo que la culpa la tiene esta ciudad que a todos vuelve así, desconfiados, unos de otros, donde solo importa el dinero y donde los que tienen más, controlan la vida de los demás. ¿Quién no piensa en dinero, pues? Si no, ¿cómo vivir?

Chambi murió por sonso. Los matones de La Culebra lo balearon sin asco cuando se dieron cuenta que me apuntaba con su pistola. Creyeron que era un infiltrado que iba a atentar contra los jefes del contrabando que estaban en la fiesta. Ni siquiera se les ocurrió preguntar ni decir algo, nada, de frente dispararon. Y, claro, todo quedó ahí. Ahí mismo arreglaron las cosas como si no hubiera pasado nada. A mí me dijeron que me vaya de la ciudad lo más antes posible, que nunca hable de lo ocurrido, que haga como si nunca hubiera estado aquí y hasta me dieron un buen regalito de muchos billetes que ahí mismo puse en el banco junto con mis ahorros.

No le diré nada a Sebastián de mis planes de irme a Puerto Maldonado, y tampoco le contaré todo lo que pasó aquí. Mejor que piense que me quedaré en el Cusco. Igual no podría decirme nada y menos prohibirme. Él tampoco tiene derechos sobre mí. Eso sí, lo animaré a que se venga a Puerto y quizá un día podamos irnos al Brasil a visitar esas playas tan grandes y llenas de gente que siempre aparecían en las telenovelas brasileras que veía por televisión cuando era más chica.


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