Cuento: Acelerando a fondo


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Escribe: Wilver Otazú Acero | Sociedad - 14 Sep 2014


Habíamos “tomado” desde casi medio día en la quinta “Los Laureles”, en Juliaca. Los proveedores, a quienes ayudé ganar las licitaciones, me agradecieron con “algunas chelitas”, cuya celebración se extendió hasta altas horas de la noche. Las llamadas a mi celular, eran un vaivén interminable: “le estamos esperando”, “tiene que firmar algunos papeles”, “estaremos toda la noche acá, esperándolo señor”; hasta que expiró a falta de baterías; a esas horas, debió estar llamándome mi mujer desesperada. Pero este oficio de ser jefe siempre se ve envuelto en borracheras, fiestas o cualquier excusa solo para embriagarse; yo no era así, antes me disculpaba para luego retirarme con alguna excusa. A la mañana siguiente, a tempranas horas, debía hacer las últimas coordinaciones con mis asesores para más luego, como a las diez, viajar a mi pueblo y realizar el Informe de Gasto Presupuestal. Reflexioné un poco, eran como las tres de la tarde: “Falta poco para cumplir mi periodo; me dicen que casi no he trabajado, aunque todo entregué a favor de mi pueblo. Tengo días sin ver a mi mujer ni a mis hijos. ¿Eso no es sacrificarse? Debo darme también mi lugar, ya hice todo por mi pueblo, aunque poco. Al fin, unas chelitas más o unas chelitas menos, no me hará daño”.

Carola, la regidora, que estaba buena por todo lado, siempre de alguna manera trataba de acompañarme. Siempre estaba dispuesta, que hasta su “celular” me lo sabía de memoria. Esa vez, ¿cómo no debía de estar? Estaba a mi lado sirviéndose a vasos llenos la espumante cervecita, riéndose de los chistes que contaban o de algún picaresco comentario que hacían los presentes en medio de la música de moda.

Ya era muy tarde. “Debería irme -pensé-. Mañana que van a pensar de mí mis paisanos al verme resaqueado, con los ojos rojos… sería todo contraproducente para mí. Bueno, debo irme”. Entonces tomé fuerza de voluntad y hablé: “Señores debo retirarme. Muchas gracias por todo. Mañana tengo Rendición de Cuentas con mi pueblo y debo irme, si me disculpan creo haber cumplido con ustedes y paso a retirarme. Gracias”. Al oír esto, no faltó quien, ofuscado por la euforia en medio de la verbena, ofreciendo sus servicios, expresara: “No se vaya jefe, que mañana le llevamos de frente. Un cebichito y estará como nuevo”. Agradecí la deferencia pero logré salir del local. Cuando partimos era casi medianoche, era una noche oscura. “Vámonos Carlita; la noche es corta”, le manifesté incitado. Pávidamente me atreví a darle un beso en la boca y ella apresurada se subió a la camioneta toda sonriente, llevándose un par de cervezas en la mano derecha y un vaso en la otra. Nos alejamos de la ciudad con dirección al hotel; viajar a la oficina de Puno debía esperar, donde seguramente me estaban esperando mis asesores, algunos regidores que tenían muchos saldos, indudablemente estarían buscando la forma de justificar los gastos con recibos y facturas inventadas y sobrevaloradas. “Sírvete”, me decía; “pero ¿cómo si estoy conduciendo?”, le respondí. Me hacía cosquillas por doquier, abusando de mí porque las manos las tenía al volante. Me dijo que ella siempre estaba pensando en mí, que no encontraba la manera para que le dé un tiempecito también a ella. “Esta noche será”, le dije. Había que dormir por lo menos tres horas, pero una hora para ella era suficiente. El hotel “El Solar” era mi preferido. Nadie sabía que tenía mis encuentros ahí. Esa vez debía ser la Carlita, a quien siempre le veía el derrier y, me imaginaba a solas con ella. La pista era larga, algunas curvas figuraban su escultural cuerpo y ella se insinuaba e insistía en beber y darme la chela en la boquita.

Ninguna luz enfocaba de lo lejos, parecía que éramos el único carro que circulaba en la vía a esa hora. Entonces se me ocurrió acelerar un poco más para llegar pronto al hotel, para tener más tiempo con ella, dormir, y luego ir donde los asesores y los otros, que estarían esperándome. “Bueno, soy su jefe; ya me entenderán”, pensaba. En verdad estaba ebrio. Sólo debía seguir esa línea amarilla interminable y mantenerme a mi derecha; eso era todo. Pero sin darme cuenta aceleraba más y más. “Carlita dame otro vaso por favor”, le dije. Mientras ella servía y me daba de beber, sorpresivamente se apareció un anciano en medio de la pista, traté de esquivarlo pisando el freno con todas mis fuerzas; un ruido espantoso de fricción se apoderó de mis oídos y en seco el cuerpo fue a dar en el parachoques del carro llegando hasta el parabrisas, rozando, para caer en milésimas de segundo a un costado de la camioneta. El avance del vehículo, como el sonido acelerado del motor, se interrumpieron bruscamente a unos metros más allá; los faros apuntaban de luz entrecruzando la pista. “Dios mío -dije- esta vez ya fui… ¿Carlita estas bien?”, pregunté. “¡Qué pasó!”, me respondió, tocándose la cabeza. “¡¿Acaso no viste?! ¡Lo atropellaste, carajo!” Luego de unos segundos me increpó: “Vamos a ver. ¡Baja carajo!” Ella bajó. Yo no quería hacerlo, no quería ver lo que había hecho. Yo sé que estaba muerto, que lo había matado. “Soy un asesino”, me dije atontado.

“Qué dirán mañana mis paisanos, cómo pagaré la vida de esa persona. ¡No quiero verlo! ¡No!”, me increpé desconcertado. Turbadamente bajé para ver si aún estaba vivo. Carla buscaba desesperadamente el cuerpo con la linterna de su celular. “¿Donde fue?...”, me dijo. “Más abajo…”, le dije, tanteando el lugar. “¿Más abajo?”, volvió a preguntar. “Como a diez metros… (¿Para qué servirán las matemáticas? ¿Para calcular en ocasiones como esta?). Buscamos casi por quince minutos, pero no había nada; nada de nada. Entonces corrí hacia la camioneta seguido por Carlita y su linterna, pensé que el cuerpo se había enganchado a la camioneta. Me agaché para ver mejor, pero nada, no había ningún rastro. Miré la carcasa del auto, no había magulladura ni raspadura alguna. Pero fue tan fuerte el impacto que ningún ser vivo sobreviviría. Entonces Carla me dijo: “Prende el carro y estaciónalo bien, que viene un carro, se acerca; nadie debe sospechar que atropellamos a una persona”. Obedecí, saqué el vehículo de media pista, prendí las luces de precaución y nos escondimos mientras pasaba. Volvimos al lugar y no había nada. Hasta eso, ya estábamos sanos. Entonces decidimos irnos antes que viniera otro carro y nos viera sospechosamente.

Esta vez, los ojos los tenía en la pista, las dos manos al volante, mirando de rato en rato el retrovisor y el pie derecho listo para pisar el freno ante cualquier incidente; pero no pasó nada. Solo que temblé de miedo a la entrada de Puno; pues había un patrullero a la berma de la pista, me imaginé que me detenían y me llevaban esposado; precaví y pasamos sin mirarlo, tranquilos. Ella estaba callada. Se había ido todo el encanto de la borrachera y la cerveza. Llegamos a la oficina directamente, qué ni hotel ni nada. Pedí que nadie me molestara en mi oficina, esperé el noticiero matutino de las radios locales como nunca; las horas no pasaban rápido. La primera emisión fue a las cinco y un minuto de la mañana en “Radio Melodía Andina”: “Nuestros principales titulares…” y nada de un atropello, ni un anciano, o una persona muerta…y para el colmo, los asesores, los contadores como los otros, recién se aparecieron a las siete de la mañana. “¡Qué pasó, les estoy esperando!”, les grité. “Es que no pudimos venir jefe, los montos no podían ajustarse y las facturas apenas se pudieron conseguir; le fuimos a buscar pero no lo encontramos, ya se había venido de la quinta. Nos quedamos en la celebración de amanecida”, dijo uno de ellos. Otro, queriendo justificar más la tardanza, dijo: “También nos retrasamos jefe, porque cerca a Central Moro, gente inconsciente había arrojado algunas botellas de cerveza en media pista; nosotros pisamos y se nos pinchó una llanta tuvimos que cambiarla todavía”. “¡¿Qué borracha es la gente, que ya ni sabe dónde bota las cosas?!”, increpé, recordando al mismo tiempo que Carlita encolerizada arrojaba las dos botellas de cerveza por la ventana de la camioneta esa noche. Reí a carcajadas, viéndome todos rieron. Desde ese día Carlita la del derrier levantado, la de las delanteras duras, nunca más me habló, cambió de número, y lo peor se consiguió marido.


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