A propósito de la muerte de Günter Grass: La carrera contra las utopías*


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Escribe: Günter Grass | Sociedad - 19 Apr 2015

La muerte sacudió el mundo de las letras, la semana pasada, tanto en el orden local como en el internacional. Günter Grass, acaso la más significativa de las pérdidas, que además era premio nobel de literatura (1999), partió el último 13 de abril. Desde esta tribuna, nosotros le queremos rendir un sentido homenaje recordando uno de sus brillantes textos.


La cabeza del ser humano se cree más universal que el propio globo terráqueo y mide más que él. Es capaz de pensarse y de repensarse, a sí misma y a toda la humanidad, desde una distancia cualquiera y en forma independiente de la gravedad terrenal. Se escribe, con anticipación, de un modo diferente de aquel con que posteriormente será leída. La cabeza del ser humano es monstruosa.

De ahí nuestra extravagancia. Por eso apuntamos, como ningún otro animal (ni siquiera el ave), tan arriba de nosotros mismos. De esta manera, nos rebasa el progreso engendrado por la cabeza. No cabemos en nosotros al olfatear nuestra felicidad, y estrechos de corazón vagamos por los vastos sistemas de la cabeza; el ser humano debe equivaler siempre a más de lo que prometería el fardo de sus disposiciones atadas; siempre se pide cosas mayores a sí mismo, se exige demasiado; siempre tiene que aspirar más arriba, buscar un mundo mejor fuera del tiempo que le ha sido adjudicado y anticipándose a su presente.

Mientras los seres humanos están en movimiento —y su búsqueda data de más tiempo atrás que los testimonios reales dejados por su existencia—, se empeñan en alcanzar su utopía, la cual puede ser la seguridad total, de idílicas y estrechas miras, o llamarse, también, el estado teocrático. Durante siglos, se situó allende este valle de lágrimas; luego, se procuró el paraíso sobre la Tierra. No, varios paraísos, pues uno no se daba abasto para comprender tantas concepciones de justicia, del deseo de libertad, de la firmeza de fe, de la voluntad para el orden, de la obsesión con la seguridad. No bastó nunca.

Por lo tanto, el ser humano, con esa cabeza grande, superior a este mundo, recurre a su imaginación. Y lo imaginado se vuelve para él realidad, es concebible para él, puesto que cabe en su imaginación; yo diría: le resulta más real que los hechos angulosos en los que diariamente se golpea las rodillas. Quiere averiguar lo que sucede del otro lado de las montañas, aunque cree saberlo ya. Triunfalmente, habla de la utopía concreta. Necesita dejar todo, incluso el cultivo de hortalizas, en la perspectiva correcta. Al igual que el automóvil en comparación con el carro tirado por caballos, Cezanne debe significar, supuestamente, un avance en comparación con Rafael. Siempre lo que existe ahora tiene que ser más grande que lo anterior; y lo que viene, más perfecto que lo actual y lo del pasado. Incluso el giro conservador —"antes las cosas fueron mejores y ahora sólo pueden empeorar"— no es más que una inversión de este monstruoso pensamiento desligado del presente.

La cabeza prometeica no se está en paz. Califica de creadora su inquietud indagatoria, errante, siempre atenta al rastro de la utopía. Así, deriva lo nuevo, y de lo nuevo lo más nuevo. Porque aún no había suficientes bases para jactarse y las nubes no sirven como fundamento, durante muchísimo tiempo se produjeron y siguen produciéndose cosas nuevas y más grandes en medio de la naturaleza misma, con la ayuda de una naturaleza encadenada y desencadenada controladamente, o dirigiéndose de lleno contra ella: la síntesis inorgánica y otra utopía ya presente: la fuerza nuclear mediante fisión.

En fechas últimas, lo nuevo (y lo más nuevo formado a partir de esto) ha sido creado también fuera de los límites de la naturaleza en su restricción a la Tierra: satélites y estaciones espaciales se encuentran en órbita alrededor de nosotros, nos dejan, visitan otros planetas, regresan y traen conocimientos para lo nuevo que en ciertas cabezas demasiado grandes vuelve concebible, a su vez, lo más nuevo todavía.

(…) Por fin hay esperanzas de ganar, al menos vía imágenes, la carrera contra todas las utopías ideadas en cabezas demasiado grandes. Ya existen películas que han alcanzado y comercializado nuestras últimas y penúltimas utopías. Por lo tanto, vamos al cine con toda la familia, en pareja o individualmente, para conocer nuestro futuro. Y el que no quiera ir al cine, porque las películas, incluso las utópicas, por regla general son abreviadas, puede recurrir a los libros; aún somos capaces de leer, aunque ciertamente nos cueste cada vez más trabajo a causa de la falta de concentración y de tiempo entre tantos compromisos; y ciertamente lo hacemos cada vez con mayor vergüenza debido a la conciencia de lo anticuada que es esta actividad, la cual, sin rendir beneficio alguno, nos roba demasiado tiempo; pero las bibliotecas siguen abiertas, la lectura —si bien dentro de determinados límites— todavía está permitida y aún nos tientan los libros, sobre todo los polvorientos.

(…) No es cierto que la tesis utópica se mantenga exclusivamente con el alimento sintético del futuro; lo que el pasado le dio de comer hasta el hartazgo es excretado en la actualidad, para que en el futuro pueda saciar su hambre. En Japón —el primer término de mi viaje—, conocí uno de los paisajes urbanos de Döblin, en comparación con el cual la cuenca del Ruhr es un idilio ribeteado de verde: el espacio comprendido entre Kioto, Osaka y Kobe. Desde las ciudades portuarias hasta la antigua ciudad imperial situada en la altura, sería posible describirlo como una superficie extendida en todas direcciones hasta el horizonte, sobrepoblada en conjunto por chozas y grandes edificios, obras en construcción, ruinas dejadas por demoliciones, zonas industriales escalonadas en su interior, acosados templos y templitos, canchas deportivas de un verde artificial y chatarra comprimida en paquete, encerrando a la vez unos olvidados arrozales. Todo se funde con lo que tiene al lado. Los diminutos jardines adornados con piedras y estilizados a la manera tradicional, con los desechos industriales en movimiento, cuyas orillas solapan los cementerios. En los sitios donde el culto a los antepasados, cincelado en piedra —el último trocito del Japón que ilustrase los libros de antaño—, aún puede calificarse de vistoso, es protegido por los ángulos muertos de unas vías de ferrocarril, las cuales conducen al territorio de Tokio, que no está muy lejos: tres rápidas horas en tren a través de una región densamente poblada, dejando de lado la ciudad de Nagoya, con sus millones de habitantes, hasta que otra vez las intrincadas terrazas de arroz y los invernaderos cubiertos con hojas plásticas insisten en que todavía —aunque sea dentro de un espacio estrechísimo— quedan restos de la naturaleza.

Pronto, estas zonas metropolitanas se habrán alcanzado en forma de paisajes urbanos. La campiña se conservará sólo como baldío o parque nacional. Y en algún momento comenzará el "desbordamiento de las ciudades". Pero ¿adónde ir en Japón, donde no hay áreas yermas y que a cada dos pasos limita con el mar? Toda esa diligencia, esa frugalidad entre el arroz y el pescado, esa sonrisa compleja, esa nostalgia reprimida de tierra firme y lontananza, esa capacidad desencadenada ya para alimentar a los mercados del mundo con pequeños aparatos eléctricos y sus accesorios: ¿a dónde irá esta nación que todavía —otra vez— es una potencia en Asia, vencida antaño mediante la fuerza militar y ahora dedicada pacíficamente a buscar su propio provecho?

En los almacenes de Japón, que como en cualquier otra parte están repletos, los japoneses, con cara de japoneses, andan entre maniquís de largas piernas cuyos cuerpos de plástico muestran una tez sonrosada y que, vestidos con cortes occidentales, encarnan a la raza blanca. Así quieren ser, deshacerse de los ojos rasgados. Mirar, con grandes ojos azules de muñeca, por encima de todo lo que sea de escasa talla. Al lugar de donde ellas provienen, las reservadas, rubias, altas, quieren ir cuando desborden las ciudades. Pues es seguro que desbordarán...

(…)
Es cierto que seguimos hablando de humanismo; es cierto que como cotorras evocamos los logros del racionalismo europeo, los valores de la ética cristiana, el derecho del individuo y, de manera general, los derechos del hombre y el derecho al trabajo, pero la realidad descrita como futura por Döblin y posteriormente por Orwell ha comenzado ya; existe la perspectiva de alcanzar los banderines de estas metas utópicas antes de llegar al punto en que fueron fijadas y fechadas.

Sea en Asia o en África, ninguno de los sistemas de poder establecidos o a establecer mediante tantos cambios de régimen efectuados a discreción admitiría una definición unívoca de acuerdo con las ideologías tradicionales; antes bien se perfila en todas partes el colectivismo oligárquico predicho por Orwell para 1984 y asignado por Döblin a sus paisajes urbanos como sistema de poder y de control. No importa que en Indonesia o Tailandia las capas dominantes resulten anticomunistas y, por este motivo, totalitarias; no importa que los potentados en Birmania o Camboya se definan como socialistas y ejerzan su gobierno total por razones de anticapitalismo y antimperialismo: el rasgo común a todos los Estados mencionados es que, con su intercambiable máscara ideológica y la sucesión ininterrumpida de las capas dirigentes, están integrándose en un colectivismo universal provisto por las naciones industriales de ambos bloques, de una manera basada libremente en Döblin y en Orwell, de la infraestructura tecnológica necesaria: desde el banco de datos hasta el material fisionable.

(…)
Aun en el caso de que el deshielo de Groenlandia, con todas sus fabulosas consecuencias, sólo deba valorarse como un grandioso y espeluznante drama literario, la mudanza de los seres humanos o de una parte de la humanidad debajo de la superficie de la Tierra —la alternativa: inmensos campos de concentración que en forma de satélites giren alrededor de la Tierra— sigue siendo concebible por ser posible; o posible por ser concebible. La aversión de los investigadores nucleares indios (y también su demanda de seguridad) fue lo bastante intensa y plausible como para que a su lado la evacuación del gran barrio pobre pareciera el remedio lógico. El actual suburbio de Cheetah-Camp limita directamente con el arsenal de la marina de guerra india: una vez más se plantea la cuestión de la seguridad. ¿Adónde van a cambiarse, sin embargo, los cinturones de miseria de Bombay, Calcuta, Hong Kong, Yakarta, Bangkok o Nairobi, si su desplazamiento y parcial saneamiento tienen como única consecuencia cinturones de miseria cada vez más grandes y un mayor éxodo de las zonas rurales? "¡Bajo la tierra!", gritan, según Döblin, los senados de los paisajes urbanos; "¡Al espacio!", pudiera ser, pasado mañana ya, la recomendación de un comité internacional de saneamiento.

Así, mi viaje concluyó, mientras la carrera de las utopías sigue llevándose a cabo. Habrá que añadir todavía que en los cines de Hong Kong, Yakarta y Bangkok se proyectaba la película Tiburón; que los grandes hoteles japoneses murmuran sólo música clásica, incluso en los elevadores: Bach, Vivaldi, Purcell; que en todas partes —y entre los más pobres con especial colorido— se celebra la vida, aunque sea en forma de peleas de gallos; que en Asia de hecho existen los demonios; que en todo el continente asiático Alemania figura sólo en la sección de economía de los periódicos o en relación con el nombre de Franz Beckenbauer (el futbolista alemán); que sobre ese territorio callado y repleto los turistas alemanes no suenan más que los franceses, holandeses u otros.

En casa, todo el mundo estaba ocupado consigo mismo y con sus pequeños temores. Evidentemente, los muchos comentarios pendencieros y ademanes agresivos van dirigidos, en palabra, estampa y hecho, contra el enemigo interior. Mientras que en Asia la locura es florida, en Europa se sujeta a la razón. Y eso que tenemos de todo, en bonitos envases; lo único que no se consigue es mucho futuro. Para ello es preciso buscar, tomarse un poco de tiempo, volver a empezar desde el principio, leer.

1978

* Tomado de su texto “Ensayos sobre literatura”.

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