Omar Aramayo: El lago Titicaca


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Escribe: Omar Aramayo | Sociedad - 08 May 2016


Trescientas mil toneladas de agua por hora, más, mucho más, pierde el Lago Titicaca por evaporación. Así lo midió Monheim, un científico norteamericano invitado por la Universidad Nacional del Altiplano, el año de 1966. Monheim, en realidad, solo ratificó cuantitativamente la observación que el sabio Antonio Raymondi hizo a mediados del siglo diecinueve.

A Raymondi le habían dicho que el lago perdía una gran cantidad de agua porque había un canal subterráneo que trasvasaba esas aguas hacia Arica, de acuerdo a la vieja leyenda del Tunupa, cuya aventura culmina en ese curso. De alguna manera se debía justificar la pérdida de tanta agua; hasta entonces la leyenda había reemplazado a la explicación científica, de la cual se percató el sabio.

Entre Nazca y el lago se produce una de las mayores radiaciones solares del planeta; si no existiera el Lago, el Altiplano del Kollao, al que Arnold Toynbbe comparó en 1956 con la altiplanicie de Turkestán, sería una tundra helada o un desierto como los de Mongolia. La evaporación es un manto termo regulador.

Su protección permite la vida humana tal como la conocemos, el desarrollo de una cultura que viene de tiempos lejanos hasta los presentes, riquísima en expresiones de profunda espiritualidad, de flora y fauna única en el planeta. Verbigracia, el maíz lítico más antiguo viene del anillo circunlacustre, del Cusco al norte Argentino, al cual el rey Juan Carlos de España, cuando llegó a Lima de cadete y uniforme azul y almorzó en el Costa Verde, llamó “Almendra de los Incas”. Y eso se debe entre otros motivos a la calidad del agua y por el clima.

Pero volvamos al Lago. Su fragilidad es considerable y quienes se han detenido a mirar sus aguas -no su paisaje ni su significado cósmico, sino sus aguas-, lo han hecho con codicia y sin la menor consideración, sin amor ni conocimiento de la realidad. En 1921, la Peruvian Company, por “inspiración” de unos ingenieros argentinos, realizó el primer proyecto de irrigación para utilizar sus aguas. En los cuarenta, el poeta Alberto Cuentas escribió un opúsculo “visionario” sobre el tema. Pinochet andaba loco por llegar al Titicaca y trasvasar sus aguas para irrigar las áridas extensiones del norte chileno, sin contar a otros aventureros.

Y como si fuera poco, en la última campaña electoral, los señores Barrenechea y Kuczynski han prometido al electorado inculto sacar las aguas del Titikaka para irrigar las costas del Perú. Vaya, que la ignorancia es atrevida. Y el electorado inculto que se deslumbra ante cualquier promesa.

La URSS, en su edad de oro, consigna en uno de sus planes quinquenales la creación de un sistema de irrigaciones alrededor del lago Aral. Lo hicieron, y de qué brillante manera; pero a los pocos años secó el inmenso lago, de mayor extensión que el Perú actual. Donde antes la brisa agitaba su hermosa superficie azul, hoy sopla la arena del desierto y los barcos abandonados se despedazan en el viento. Donde antes los pescadores bogaban de orilla a orilla, hoy los camellos hacen su tarea, sin una gota de agua del viejo lago para su sed.
Lagos eutrofizados hay en todo el mundo, la gran mayoría por la mano del hombre, por su desdén, por su creencia que son eternos, el caso del Aral es el mayor ejemplo. En Puno y en La Paz se piensa, de la misma manera, que el lago, aparte de las funciones naturales, debe convertirse en letrina y al mismo tiempo en fuente de turismo. Calambres, calamares, pero que tal concha, amables oyentes.

La gran Pakarina de los Incas está permanentemente amenazada por los deshechos atómicos almacenados en Patacamaya, que Bolivia, en sus anteriores regímenes, adquirió de la Argentina a cambio de alguna dádiva. Recibe, además, agua de salmuera de las perforaciones petrolíferas de Pirín, al norte del gran espejo, realizadas en los años cuarenta y que al ser abandonadas no fueron selladas como se debe. Y, por cierto, las aguas servidas de Juliaca, el mayor contaminante, de Puno, Copabana y todo el rosario de pueblos sentados en sus riberas. Y la gran cloaca que viene del Alto de La Paz, los deshechos de un millón ochocientos mil habitantes, al otro lado del lago.

Puno, ciudad declarada por la UNESCO patrimonio inmaterial de la humanidad, por las creencias religiosas y espirituales de la Festividad de la Virgen de la Candelaria (no por sus danzas, como algunos prefieren creerlo) cada hora vierte toneladas de aguas servidas. Alfonsina Barrionuevo lo denunció en los años 80 en la revista Oiga, por lo cual los agentes de turismo la declararon enemiga del turismo, para encubrir la triste realidad.
Entonces la Bahía Interior de Puno está enferma por la contaminación, y los habitantes de sus riberas, niños y ancianos, especialmente, sufren de enfermedades cutáneas, respiratorias, estomacales, y otras desconocidas. Y el gas de metano envuelve a la ciudad como papel de chocolate, una maldición.

En cada ciclo electoral, los intrépidos candidatos prometen solucionar el problema de la contaminación, pero una vez que se sientan en el trono se olvidan de sus promesas, saludablemente para ellos. Luego de cinco años vuelve la ventolera, y como si fuera cosa del diablo, los muchachos creen. Las autoridades de Puno, en estos días, quieren recordar a los ministros, presidente, congresistas, que cumplan con sus promesas. Francamente no lo creo, es un esfuerzo loable pero vano.


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