Sobre lo fantástico se han establecido diversos problemas. Uno de los principales es el determinar si la duda que se filtra en el cuento debe producirse en el lector y en los personajes. Esto nos lleva a otra cuestión, la de si debe permitirse que algunas producciones de la literatura oriental puedan filtrarse en la corriente fantástica occidental.
Wilson Pacoricona
El hombre occidental tiene una visión exótica de las culturas circundantes; pero adjetivar como «exótico» al mundo oriental es un error de cálculo sólo perdonable por la falta de vocabulario que nos inspiran esos países lejanos. «Inhóspito» quizá, pero tal adjetivo también resulta impreciso. Luego de referimos a esos países como «civilizados» parecemos extrañados, como si hubiéramos cometido una más que ligera equivocación. A veces nos provocan un poco de pavor, un miedo más íntimo que extranjero, algo que creemos que ya no nos pertenece, algo rural, caótico, rústico, despoblado, supersticioso, mítico. Hemos olvidado que también nosotros pertenecemos a una memoria geográfica y cultural, tan desbordantes de seguridad como nos sentimos en estos tiempos.
Pero no es la seguridad la que nos distancia de esas lejanías, sino la falta de desahogo al sumergirnos en lo extraño. Nos da miedo no estar seguros. Al salir de casa por la mañana, no nos imaginamos no encontrar las mismas calles. ¡Qué horror el no poder hallar nuestro itinerario tan consabido que nos conducía a nuestro querido y cotidiano trabajo!
¿Y si ocurriera?
Nos invade la duda, enemiga maestra. Y al momento tratamos de darle una explicación. ¿Dónde están mis calles, mis edificios? Y resulta que ya no son nuestras, se han ido. Pasan segundos en los que la duda parece postrarse frente a nosotros, incógnita y poderosa. Y, cuando la angustia ha tomado la forma de la camisa y de la corbata y aprieta, gracias al Cielo, ¡qué alivio!, hemos despertado.
Cerramos los ojos nuevamente… estamos frente a casas bajas, con tejados azulados y rojos, de colores claros, con puertas corredizas, la mayoría son cremas, todo es tan novedoso, incluso hasta agradable. Echamos a caminar. Pasamos frente a árboles. Es extraño, pero nos vamos acostumbrando. Es muy temprano, no hay nadie por las calles; estos preciosos jardines no se regarán solos. Un momento, ahí va ese hombre menudo, completamente de blanco, incluido el sombrero; allá va, con regadera en mano, se tuerce un poco y deja caer una pequeña lluvia sobre esas… ¿peonías? El hombre mira hacia este lado y hay algo en su rostro que ya descompasa, algo extraño, no visto antes, ¿qué puede ser? ¡Sus ojos! Son rasgados, como en esa película, esa película japonesa. Ahí está, fijo, casi traspasando esa mirada filuda… Ahora desencaja su rostro, ha visto algo. Retrocede aterrado. Junta las manos como si rezara o pidiera perdón y luego huye hacia su casa. Algo frío ha tocado aquí, cerca. ¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso el hombre ha visto un fantasma?
Esa sensación, a través de los años, ha ido, digamos, perfeccionándose. La sensibilidad por lo fantástico ha evolucionado al punto que nos ha hecho mirar hacia atrás y leer de forma diferente, con nuevos ojos, la literatura pasada, occidental u oriental. Así que este es un intento introductorio y de reivindicación de esa sensación que va siendo olvidada y que es tan extraña, pero tan querida, bella de por sí.

Hay una vieja historia en Japón, que era de China, pero esto es secundario. Se llama El sueño de Akinosuké. Akinosuké era un granjero que también era soldado. Una tarde se encuentra bebiendo alegremente cerca a su casa, en compañía de sus amigos, bajo un cedro y, de pronto, como suele ocurrir, cae presa del sopor. Les pide disculpas a sus amigos y se duerme al pie del árbol. Inmediatamente sueña. Está ahí mismo y a la distancia ve que una escolta real se acerca y un emisario se presenta formalmente ante él, ante Akinosuké. Le dice que el rey solicita su presencia en su palacio. Akinosuké sabe que una orden real no se cuestiona y accede a seguir con la escolta y, tan rápido que apenas lo percata, se encuentra dentro del palacio y el mismo emisario le informa que el rey lo tomará como yerno y le dará a su hija. Akinosuké, con naturalidad, accede y hasta se siente honrado. Es vestido como corresponde y presentado ante el rey, quien le recuerda la razón de su presencia. La única hija del rey se hace presente con todo su esplendor y belleza y la ceremonia matrimonial prosigue. El rey, generoso, además le otorga un palacio en una isla cercana y lo nombra gobernador. Ahí la esposa de Akinousuké lo bendice con siete hijos. Ahí transcurren veintitrés años. Akinosuké cumple fielmente sus deberes; está pues tranquilo. Pero la desgracia sobreviene y se presenta en la forma de la muerte, que lo enviuda. El cuerpo de su esposa es sepultado en una colina. Luego se le informa que el rey ha ordenado que debe volver a su país y que debe dejar a sus hijos. Es conducido a un barco y, cruzando las aguas y con tristeza, ve a la distancia desaparecer la isla que ha habitado por veintitrés años. En esto despierta. Está bajo el árbol y se dice «qué extraño» y les relata su sueño a sus amigos quienes amigos se inquietan al escucharlo y le cuentan que mientras él dormía una mariposa voló dentro de su boca y que al salir pasó cerca al césped y fue atrapada por unas hormigas. Uno le dice que las hormigas son diabólicas y a Akinosuké le nace curiosidad, la duda. Continúan y le dicen que antes de que despierte, la mariposa había sido liberada. Por un impulso irreprimible, Akinosuké cava en el lugar señalado y al rato encuentra un hormiguero tan bien distribuido que se asemeja a una pequeña ciudad y ve en el centro a una gran hormiga real y reconoce en esa hormiga al rey de su sueño y los recuerdos lo invaden y, a unos metros, vuelve a cavar hasta que encuentra una diminuta piedra con formas budistas y al levantarla descubre el cadáver de una hormiga hembra.
Esta historia ha sido recreada por Lafcadio Hearn, hacia 1904, en el conjunto de cuentos que, bajo el nombre Kwaidan, había ido recolectando por muchos años en textos antiguos del Japón.

En Japón, como en varios países orientales, los hechos sobrenaturales no son cuestionados, es decir, son posibles, aun más, son reales. En Occidente, no puede siquiera pensarse que ocurran. El occidental, un poco románticamente, ha establecido las directrices para reconocer lo fantástico en la literatura, que retomando todo lo anterior, bien puede resumirse volviendo a recurrir a una palabra: duda. Esta duda nace sobre un hecho extraordinario, repentino en la cotidianidad, que no se rige por las leyes naturales y sobre el que no se puede dar una respuesta inmediata. Mientras dura este efecto, el efecto fantástico se ha conseguido en mayor o menor medida. Todo lo que ocurra o no ocurra después, las respuestas o soluciones que se le den a esa duda, le es indiferente al efecto conseguido.
Sobre lo fantástico se han establecido diversos problemas. Uno de los principales es el determinar si la duda que se filtra en el cuento debe producirse en el lector y en los personajes. Esto nos lleva a otra cuestión, la de si debe permitirse que algunas producciones de la literatura oriental puedan filtrarse en la corriente fantástica occidental. El oriental convive con lo sobrenatural, y para él la duda puede existir remotamente. El miedo que es lo que lo gobierna, se presenta porque suelen ser los espíritus malignos los que aparecen para procurarles un mal o anunciarlo sin cambiar la posibilidad de que el fantasma exista. Por consiguiente, no podría existir literatura fantástica en Oriente, pero sí una variante que conocemos como «fantástico maravilloso» o «real maravilloso».
Tenemos, por tanto, dos formas de abordar El sueño de Akinosuké.
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