Por: Dr. Anthony Choy
Corría principios de 2007, cuando un gran amigo, Gino de la Peña, me habló de ella y de su extraño pero apasionante caso, ocurrido casi un año antes. Por cuestiones de trabajo, a Gino le tocó trabajar en Puerto Maldonado, bulliciosa capital del selvático departamento de Madre de Dios, cuando con un grupo de amigos cercanos, se les ocurrió participar en una sesión de toma de ayahuasca.
Se dice que el Perú es uno de los paraísos ecológicos del planeta por su gran biodiversidad, botánica por ejemplo.
La Amazonia y sus gentes constituyen un ancestral laboratorio de plantas medicinales, la mayoría de ellas desconocidas. Pero los aborígenes saben cuál es la adecuada para cada dolencia, por lo que ese tesoro de conocimientos farmacéuticos es una de las razones por las que la Amazonia es tan ambicionada por las grandes transnacionales de la salud y los gobiernos que están detrás de ellas.
Pero entre tanta riqueza botánica, tres son las plantas más sagradas del Perú: la hoja de coca, el cactus del san Pedro y ese cóctel de plantas alucinógenas llamado ayahuasca.
Al probarlas, todas en mayor o menor medida ocasionan una extraordinaria estimulación de la actividad cerebral, que se manifiesta con cambios en la percepción de la realidad y síntomas adyacentes.
O sea, estados alterados de consciencia. Pero entre todas, la toma de ayahuasca es más que sentir los efectos de un alucinógeno. Es el boleto a un profundo y aterrador viaje al interior de nuestra propia alma, de sus ocultos secretos. Además, abre puertas.
Entre el grupo de amigos que acompañaron a Gino, estaba Jessica, quien había ido acompañada de su esposo. Mujer seria y muy tranquila, había sido una persona que siempre había ido en busca de su yo interior. Y dicho ritual era por lo demás interesante.
Los efectos en el grupo, ya durante la sesión fueron francamente desastrosos. La mayoría vomitó y se sintió muy mal, pero en Jessica ocurrió todo lo contrario. Empezó a navegar en una paz profunda y extraña, cuando ella sintió que su alma se despegaba y se alejaba de su cuerpo.
En esta sorprendente dualidad, propia del viaje astral, ella se sintió compelida a alejarse en el tiempo y en el espacio, libre de las ataduras terrenales y se vio que se dirigía a un lugar en la selva peruana, donde había una inmensa ciudad subterránea. Recuerda haberse quedado parada frente a un ignoto portal de inmensas piedras de un aparente e inconfundible estilo cusqueño imperial, y asediado de moho y lianas trepadoras.
Haber sido invitada a entrar -o sería mejor decir bajar- y encontrarse en medio de un amplia ciudad llena de actividades, pero cuyos ciudadanos medían cerca de tres metros de estatura, de apariencia humana, cabellos lacios y largos a la manera ‘hippie’, ojos inmensos, achinados y bondadosos. Uno de ellos se acercó y le dijo “Hola soy yo, soy Oxalc”. “Oxalc”; repitió mentalmente Jessica, “que extraño nombre”.
Ella recuerda solamente hasta el punto en que entra a la misteriosa ciudad de ciclópeos portales, y nada más, porque intempestivamente despierta.
Ese fue el inicio de varias sesiones y muchos sueños recurrentes, hasta que un día ocurrió algo sumamente inusual.
Una noche, saliendo para dirigirse a su domicilio, de una de las sesiones de Rosita, que así se hacía llamar la chamana que dirigía los rituales de ayahuasca, Jessica acompañada de su esposo y de su pequeña hija de 5 años, vieron en los cielos de Puerto Maldonado una lejana e intensa luz que se iba acercando hacia ellos.
La familia empezó a apresurar el paso. La luz prácticamente se abalanzó sobre ellos. Y no recuerdan más. Salvo que los tres inexplicablemente, aparecieron en el lado opuesto de la ciudad, como a ocho cuadras de distancia del último punto en el que
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