Santiago Giraldo
El Perú recorre, en el reloj del tiempo, ya la segunda mitad del siglo de su emancipación; pero en el estadio del progreso muy poco y quizá nada avanza.
Sesenta y siete años de vida autonómica, otros tantos de infortunio, algunas generaciones muertas, estériles sacrificios, sombrío porvenir… arrastran a involuntarias mediciones sobre el desconsolador cuadro de la Patria.
Pasaron las épocas en que el aniversario de la Libertad se conmemoran con salvas de cohetes y arcos de faroles: no es así como toca recordar el día inicial de una vida disipada, sin más fruto que la decadencia: han llegado ya los tiempos en que la reconcentración del espíritu se impone como un deber, y en que no pueden consagrar a la Patria tributo más digno los hijos, que las ideas de su inteligencia y los latidos de su corazón.
Costumbre es en estos días turbar el silencio de los Andes con atronadores votos de inmortalidad a héroes tales, que bien podrían hacer nuestra felicidad comparable a la de los antiguos egipcios, para quienes hasta en los huertos nacían dioses: no carece pues de oportunidad este opúsculo, que en su principal parte se ocupa de rectificar algunas líneas tradicionalistas, tanto más que mientras unos le execran como al hombre más cínicamente obsceno del mundo, otros expulsan a los execradores.
La reforma nacional se halla íntimamente vinculada al exacto conocimiento de los fundadores de la República, y este problema es de tantas incógnitas, que hasta hay quien cree que el más acabado programa de reforma es el contrato Grace, el cual, sea dicho de paso, patrióticamente considerando, no significaría sino el postrer baratillo del bazar peruano por un puñado de alpiste, y económicamente el reconocimiento explícito e irrevocable de 400 millones de deuda, que, andando los tiempos, llegarían a mil millones suma muy desproporcionada con el, número de habitantes al menos hábiles de Perú: tal es la historia de sus contratos.
Nadie tendrá pues a mal que de las carcomidas imprentas de Puno, sin tipos ni signos para observar la moderna ortografía académica, y desprovistas de estímulo en un país donde el noventa por ciento no sabe leer, salga algún ensayo revelador de las simpatías, que por la causa pública se incuban en las playas del Titicaca.
En cuanto a mí, no dejaré dedicar horas desocupadas a la investigación de los destinos del Perú, que, por lo mismo de tener rodeadas sus fronteras de un círculo de fuego, algo grande debe destellar su frente y mucho codiciable encerrar sus entrañas.
Los anales de Puno encontrarán también con el tiempo, al final de este folleto, datos relativos a instituciones, cuya iniciativa importa pase a la posteridad, que dotada de mejores elementos, sabrá darles vida.
Por lo demás, habría deseado que este proemio correspondiese a la grandeza del objeto a que se dedica: pero no es el hombre tan dueño de su corazón, que pueda infundirle calor y grandilocuencia, cuando la actualidad relega a esterilidad y silencio: la hora de las verdades anunciadas por lenguas de fuego no suena para los pueblos, sino en vísperas de grandes transformaciones.
Entre tanto: que la Patria acepte esta débil ofenda, es por hoy la suprema aspiración del último de sus ciudadanos.
(Fuente: archivo documental “discurso tomado del informe dirigido a la Ilustrísima Corte Superior de Justicia de Puno”).
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