José María Arguedas
Para que el gran José María Arguedas llegara a formular su conclusión de que Puno era “la otra capital del Perú”, tuvo que conocer algunos trozos de la cultura quechua, aymara y mestiza de la nuestra región. Primero fue su mención sobre los sikuris del altiplano en una serie de artículos publicados en el diario La Prensa de Buenos Aires en 1943 y a quienes denominó como “el conjunto más impresionante y hermoso que he visto”. Luego fue su apreciación sobre la presentación de la APAFIT y el Centro Musical Theodoro Valcárcel en los teatros de Lima en 1962, escribiendo en el diario El Comercio “…(los puneños) han ayudado a descubrir el Perú indígena, que en lugar de ser abatido por siglos de esclavitud, alimentado por su tradición milenaria, ha seguido creando luminosamente, dejando un testimonio inmortal de su inextinguible voluntad de sobrevivir y triunfar. Y esa misión la ha cumplido la delegación de Puno. Tenía que ser de Puno”. Posteriormente visita a Paratía, Lampa, como parte de una orquesta de ayarachis, y finalmente viaja a Puno en 1968 durante la festividad Virgen de la Candelaria.
En una carta dirigida a Alejandro Ortiz Rescaniere fechado en París, el 20 de febrero de 1967 sobre la que fuera su última obra, “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, Arguedas menciona unas frases llamativas a propósito de Chimbote -escenario de su novela- y los hombres del altiplano. Dice: “Chimbote es una Lima a escala todavía de laboratorio. Estoy informándome sobre el proceso de adaptación del indio aquí y estoy estudiando a los pescadores para mi novela. Estuve 10 días en Puno y, a la vuelta, casi me desintegro a causa de la violencia con que fui atacado por la fuerza de esa humanidad indefinible de los hombres del altiplano. Es casi indescriptible; he quedado medio traumatizado; por primera vez abrumado por un mensaje”. Con estas experiencias y sus apreciaciones sobre la música, danza y la fuerza de los puneños, para Arquedas no fue difícil sacar la conclusión de que Puno era “la otra capital del Perú”.
A continuación, reproducimos un fragmento del libro “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, en la que Arguedas lanza una frase que muestra la universalidad de nuestra cultura andina expresada en la música de los ayarachis: “convirtieron la sala del Teatro Municipal de Lima no en fúnebre sino en horno flameante, como por suerte de una combinación de Wagner, Beethoven, Mussorgsky y Bartok, en sus raíces”, y en la que -emocionado- da cuenta de su viaje a Paratía (César Suaña).
—Dos mil kilómetros y todas las cordilleras– le decía Maxwell a Cardozo–. Don Cecilio sabe; sabe todo. Seis días de viaje con doce indios y seis indias que no sabían más de unas cien palabras en castellano. Vestidos de negro; yo te dije eso hace tiempo; con plumas de avestruz o de cóndor a manera de corona en la cabeza, los hombres; las mujeres con diez polleras cada una, montera de franjas plateadas, y en la mano un lazo corto erizado de hilos casi invisibles, de todos los colores. Decían que el ayarachi es una danza con que esos indios de Paratía, no muy lejos del gran lago, seguían lamentando, evocando y haciendo presente los funerales del inca Atahualpa. ¡No! Visten de negro, hombres y mujeres, para la danza. Uno de los hombres toca un wankar enorme, una especie de bombo; los otros tocan sikus de diferentes tamaños, flautas de pan dobles; la más grande tiene sesenta centímetros, la más pequeña, diez.
(…)–Cada hombre sólo toca un número fijo de notas. Se ponen en círculo primero y recorren la escala musical completa; tocan unos después de otros las notas que les corresponden; luego inician la danza con el cuerpo, los instrumentos, las insignias y la música. El bombo suena en las altas llanuras como una docena de los más potentes timbales de las orquestas europeas; las dobles flautas de pan, con esas diferencias de tamaño, abertura y diámetro de cada caña, mensurables pero inaplicables por nosotros, convirtieron la sala del Teatro Municipal de Lima no en fúnebre sino en horno flameante, como por suerte de una combinación de Wagner, Beethoven, Mussorgsky y Bartok, en sus raíces. “Es fúnebre, terrible”, “Es atroz, salvaje”, “Es maravilloso, extraño”, “Pertenece a otro mundo”, decían algunos concurrentes. “Eso seré yo, eso es parte de mí y para íntegramente serlo, tengo que andar miles y miles de kilómetros y astros en tiempo hacia adelante y quizá más, quizá no lo sabía y no lo sé, hacia atrás del tiempo, con ellos, con los ayarachis”, dije yo. Y dije esto no porque haya estudiado musicología. Tú lo sabes. En la Casa de la Cultura de Lima pude tratar directamente con los bailarines; pasé noches enteras en el internado del Colegio Militar Leoncio Prado donde estuvieron alojados. Me aceptaron bien desde el principio. Y aceptaron mi pedido de viajar con ellos.
Machucados en un ómnibus de una empresa barata, viajamos primero a Puno, hasta el lago Titicaca, cuatro días; luego a Lampa, un día y luego un día a pie para llegar al pueblo. “Tú, gallo para caminar”, me dijo el jefe del conjunto que sabía algo más que los otros el castellano. “Gallo gringo, valiente, ¡caray! No sabiendo, gringo corazón tiene para mósica ayarachi, para natural endígena.” Estuve con ellos seis meses. Pastores de alpacas, trabajé en lo que trabajaban, comí lo que comían; dormí en las puñunas en que dormían. Me llamaron de otras comunidades vecinas; todas a más de cuatro mil metros de altura, bajo un cielo en que la luz y las nubes se revuelven en sombras y fuegos que el corazón del extranjero apenas resiste. Y en todos esos pueblos comunidades fui recibido como un hermano ilustre, no sólo por ser blanco gringo sino porque llegué con los ayarachis, convertido ya en hombre de confianza, por ser quien soy, a causa quizá de la música. ¿Cuántas veces bailé, con las jóvenes y las casadas, en las fiestas y entre las risas con que, más que burlarse de mí me “distinguían”, me conferían distinción? Yo saltaba o me desplazaba, bien a ritmo, bastante bien a ritmo de las danzas, pero seguramente como un animal extraño.
(…) En seis meses vi treinta danzas distintas, en música, trajes y coreografía, distintas; y un “agua de fondo, un espejo de azogue común que refleja cada cosa como diferente pero con lo que en sus naturalezas tienen de vibramiento, de salvación y nacimiento común”. (…) Treinta danzas. Yo miraba desde el círculo de espectadores. El horizonte, que es en esas alturas como de mar, pero con roquedales y lomadas que van abrillantándose y oscureciéndose según el paso de las nubes y vientos, contrastaba con las figuras de los bailarines. El director del Conjunto de ayarachis me dijo que yo tenía que aprender a tocar un instrumento “como para ti. Tú nunca vas a poder el siku, quizás antara de los yunkas podrías”. E invitó a su casa donde yo estaba alojado a un mestizo de Lampa, maestro en charango. Aprendí bastante el charango. Nunca es posible tocar las danzas más grandes en ese instrumento mestizo. Se toca lo bravío o lo triste, pero del corazón de cada quien. Eso también me dijo el director. “El señor caballeros sufren destinto, por gusaneritas ambeción, o mujer”, me dijo. “Tú, no estoy saber si eres egual a estos señores; pero más blanco eres, gringos. Serás pior, mejor, quizá con otros; con Paratía conjunto, comodidades, bueno, tranquilo, bravo pa’trabajo. Anda, vete, mejor. Mejor pa’ti, quizá. No estoy botando; pensando no más.” Me vine. (…) “Gringo carajo, hermano, ¿cómo serás en tu fondo?” preguntaban los que mejor sabían el castellano. Y desde el primer sonido me di cuenta que la palabra “carajo” lo decían no como insulto sino como entusiasmo. Me fui a Puno. (…) Una noche, en ese silencio del altiplano que te permite oír la voz de las moléculas de las yerbas y de los planetas y, más, tu palpitación, no la del corazón, no, la de la vida entera y a través de ella del laberinto humano; una noche de esas, durante una fiesta en que bailamos y tomamos, me acosté con una joven de Paratía. Eso fue poco antes de venirme. Cada soltero tenía su pareja y yo me decidí a entrar en la danza. Un joven de rostro alargado, de rarísimos bigotes ralos, me animó. Me habló en su lengua, sonriendo, abriendo la boca tan exageradamente que ese gesto le daba a su cara una expresión como de totalidad; le escuché, en la sangre y en la claridad de mi entendimiento.
(…) Salí a medianoche de Paratía, de acuerdo con el director. Él explicaría a los amigos. Quise evitar las despedidas solemnes que les dedican a quienes se van para siempre luego de haber conseguido ser algo especial y… (…) Algo aprendí del quechua. Pocas pero buenas palabras y frases; poquitas canciones. Podía acompañarme con el charango. En la pampa helada, ante la sombra de los roquedales, ya lejos de los últimos muros del pueblo, toqué algo… En Puno, a la orilla del lago, un bailarín de qaqelo, danza con que se celebra la fabricación del chuño, que me dicen que hay que pisar en el hielo con los pies desnudos; un blancón “altazo”, perfeccionó mi aprendizaje del charango. Ese bailarín mestizo se había convertido en cateador de minas con buen olfato. De pie o sentado, siempre con su bufanda de vicuña, cuando tocaba parecía que alcanzaba con sus piernas y la voz de su instrumento la torre de Eiffel y la Estatua de la Libertad, y se comía ambos monumentos. Aprendí charango, recorrí las orillas del Titicaca.
En la península de Capachica, la zona más poblada del lago, una tarde y hasta la noche, vi danzar el carnaval. Alrededor de charanguitos, chiquitos, coronas de jóvenes vestidos de trajes en que el cielo parecía reflejarse con todo el peso del crepúsculo; “no, no únicamente el cielo sino también, y más todavía, su reflejo en el agua del lago, orillado de totorales y moviéndose por lo hondo con el canto de los patos y la agitación de sus alas que en el anochecer tienen fuerza” (…)
Así, con el resplandor del cielo en sus trajes, decenas de coronas de cientos de jóvenes danzaban, lanzando a instantes un grito, uno solo, al unísono y al compás de charangos pequeñitos. Yo ese rasgueo lo sé bien. Me vine, pues. Tenía autorización para quedarme más tiempo, pero bajé a Lima.
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