Narrador puneño-abanquino. Es exprofesor principal de pre y posgrado de la Universidad Nacional del Altiplano. Publicó una veintena de libros de cuentos y dos novelas. Sus cuentos pueden leerse en importantes estudios o antologías de literatura peruana, tales como:
María Nieves y los cuentos ganadores del Premio Copé 1992 (1994). Lima: Ediciones Copé, Departamento de RR.PP de PETROPERÚ S.A.
Narradores peruanos de los sesentas, antología preparada por el Dr. José Antonio Bravo (1994). Lima: Editorial MÁSIDEAS.
Fuego y los cuentos ganadores del Premio Copé 1996 (1997). Lima: Ediciones Copé, Departamento de RR.PP de PETROPERÚ S.A.
Relatos de la literatura oral y escrita del altiplano puneño, antología presentada por Édwin Tito (1997). Puno: Editorial Impresiones Gráficas Repsa.
Canto al Lago: Concurso Nacional de Literatura organizado por el PELT (1999). Selección de cuento y poesía. Puno: Ediciones PIWA.
El cuento peruano en los años de violencia, antología preparada por el Dr. Mark R. Cox, profesor de literatura hispanoamericana de Presbyterian University (2008). Lima: Editorial San Marcos.
El cuento peruano: 1990-2000, selección, prólogo y notas del Dr. Ricardo González Vigil (2001). Lima: Ediciones Copé.
Cincuenta años de narrativa andina: desde los años 50 hasta el presente (2004). Lima: Editorial Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar y Editorial San Marcos.
Beso de Lluvia (Literatura Puneña, Tomo I) (2008). Selección, Notas y Estudio Crítico de José Luis Velásquez Garambel. Perú: CARE.
Mural de Palabras (narraciones peruanas) (2008). Lima: Fondo Editorial Educap y Escuela Pedagógica Latinoamericana.
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Amarillito amarilleando (*)
Benedicto Morales era alto y flaco como un álamo y hacía dos décadas que se le calculaba cien años de edad. Y estaba ahí, de pie, frente a Nolberto que no cesaba de mirarle a los ojos como si su vida pendiera de la luz que irradiaban los suyos.
-Te libraré de esta tosedera del carajo- dijo el brujo Benedicto, seguro de sí mismo.
Nolberto Secada miró al viejo embargado de esperanza y prorrumpió en llanto.
-Llora si quieres, Nolberto; hace bien llorar; cuando el cielo llora renacen las sementeras y cantan las tuyas trayéndonos los sabores de los amores perdidos; cuando llora el hombre deja de ser animal para convertirse en humano.
-Dame algún remedio, padrecito; expulsa de mi alma esta tisis que me está secando- aulló suplicante y se puso a toser y a escupir sangre.
-No te apures, Nolberto. Todo será a su tiempo. Necesito conocerte bien: Saber a qué lado del río vadeas; qué vientos desconocidos baten tus alas y por qué la zanja busca tus pasos extraviados.
-Estoy desesperado don Benedicto.
-La zanja está desesperada, no tú; pero no le daremos gusto- le dijo y, luego, se puso a quebrar sobre su pierna una larga caña de azúcar y ambos chuparon la miel de aquel jugoso tallo.
Lo que te pasa no es ni la convalecencia de lo que sufrí cuando era un chiuchicito de once años. Mi padre era caporal de Patibamba y salió de ahí temprano, con buen capital. Formó su nido en Abancay, cerca de una higuera, y atrapó en él a mi madre con su canto de pichitanca enamorado.
No sé cómo fue que llegó. Los chiquillos llenábamos las calles con nuestros juegos y risas descontroladas; nuestras voces competían con el coro de los jilgueros que nos cantaban desde los pisonayes. Qué íbamos a sospechar, pues, que la muerte nos estaba mirando como quien no mira. No recuerdo si la peste o la noticia llegó primero a mi casa. Ha pasado tantos años desde entonces…El tiempo, hijo, se encarga de lamer los bordes de la memoria, de modo que sólo recordamos retazos del pasado. El caso es que un día, yo y mi hermano de 13 años llamado Simeón, amanecimos con mucha fiebre. Mi padre Constantino ingresó a nuestro dormitorio y nos encontró hirviendo. Se asustó y llamó a mi madre, a sus familiares, a sus amigos; claro, alguna vez fuimos el centro mismo de sus conversaderas. Se comentaba que una nube de abejas viajeras procedentes del Manu, que hacía poco se encontraba por Pachachaca, habría traído la maldita fiebre, sin previo aviso, sin tocar la puerta. Eran cientos los chiuchicitos, que en aquel momento, ya no alegraban las mañanas a causa de la peste. ¿Será la tifus o la tos convulsiva, será el sarampión o la viruela? se oía un coro de voces desesperadas. Tienen que estar aislados de la familia, aislados del mundo; por ahora combatan la fiebre mientras se descubra la enfermedad, nos recomendaban los matasanos del hospital. Pero, el tiempo pasaba y ningún matasanos sabía decir la verdad. Hasta el Brujo Áybar no sabía qué plaga del demonio había llegado al valle y sólo se limitaba a luchar contra la fiebre; pero, la enfermedad seguía matándonos día a día. Era, hijo, la fiebre, la fiebre maldita, la que juntándose con el calor tropical nos iba achicharrando. Nuestras vidas se derretían como las velas de las iglesias. En los ratos en que yo y el Simeón estábamos sin fiebre, mi madre nos informaba que todos los niños de la ciudad, sin excepción, habían caído en cama debido a la peste.
A los quince días nuestros cuerpecitos se tiñeron de amarillo; del amarillo de la guayaba, primero y; del amarillo de los nísperos, después. A los treinta días, todo era amarillo: nuestra piel, los globos de los ojos y los huesos. Por las tardes mi madre se nos acercaba y lloraba de impotencia, lloraba porque cientos de chiuchicitos marchaban diariamente al cementerio. ¡Ay Simeoncito, ay Benedicto! regresen, pues, a la vida, amados jilgueritos, nos suplicaba mi madre. Se afirmaba que moriríamos en cuanto el amarillo llegara a nuestras uñas. Nuestro aliento era amarillo y, amarillos los orines y el sudor, hasta tal punto que las sábanas, las paredes, los techos y el aire mismo, también lo eran. El Simeón estaba más enfermo que yo y se decía que moriría en cualquier momento. No sé con qué nos curaban, pero, estaba visto que no servía para nada. La medicina del viejo Áybar, sí calmaba nuestras fiebres, pero no la teñidera. Yo me levantaba a veces, y desde la ventana me ponía a mirar la calle desierta… parecía el mismito panteón. Sólo escuchaba en las casas vecinas llantos de mujeres afligidas y rogaciones a la Virgen. Al poco tiempo llegaron desde Lima cinco helicópteros del Ejército para socorrernos y sobrevolaron en un santiamén el cielo de Abancay. Dicen que para matar a la muerte gastaron toneladas de medicina que rociaron sobre los cañaverales, huertos, chacras, bosques y viñedos.
Cada madrugada miraba con angustia mis fatales dedos. La tristeza que se apropió de mi corazón me sacudía los huesos al comprobar que mi uña empezaba a pintarse de amarillo. Aunque el miedo me roía las entrañas esperaba a la muerte con resignación. Sí, lo esperaba para mirarle la cara frente a frente.
El Simeón empeoró cuando menos lo esperábamos. La fiebre le duraba horas de horas y parecía que se aprestaba a dejar este valle de calenturas insufribles. El Simuco deliraba por las noches con la Marujita, la niña más hermosa del barrio Olivo. Yo también la recordaba igual que a la Merceditas. Ambas eran lindas, de trenzas largas y talles finos. Como todas las chicas de nuestro pueblo, olían a chirimoya, a durazno y a ciruela damascena…Y es que, amigo Nolberto, las mujeres despiden los perfumes de su alimentación diaria. El Simeón desvariaba por las noches, lo hacía en castellano y quechua y, podíamos entender fácilmente el sentido de sus deliraciones. La calentadera maldita no pasaba y, una noche, habló sin parar hasta la madrugada en una lengua desconocida. Mi padre llamó de emergencia a los vecinos para ver si alguien podía decir qué lengua estaba hablando el Simeón. Nadie podía descifrar aquellos largos discursos. Fue entonces que llamaron al Doctor Casaverde, famoso por tener respuestas para todas las preguntas en la punta de la lengua. En efecto, aquel sabio llegó a la casa forzado por la curiosidad. Parece que está hablando en idioma chino, podría ser también el japonés o el alemán, nos decía. No recuerdo qué otras lenguas más mencionó sin ninguna convicción. Al final retornó a su casa sin sacarnos de la duda. La noche siguiente, otra vez la calentadera del Simeón y de nuevo los mismos discursos en aquella lengua extraña. Trajeron a la casa al cura Bolo, pensando que podría ser latín u otra lengua ritual; pero, él negó tajantemente que pudiesen ser aquellas lenguas, y más bien se animó a mentar otro raro nombre: el sánscrito. Cuando se retiró el padre Bolo, ingresó al dormitorio la Rosacha, una cholita de doce años que mi padre se había traído de sus andanzas por el Titikaka para el servicio de la casa. La Rosacha paró las orejas con alegría apenas escuchó al Simeón. Le saltaron las lágrimas y se estremeció toda ella de felicidad. Parecía que la cholita se reencontraba con sus padres después de cinco años de estar vagando por estos valles. Al poco rato, ante la perturbadera de los familiares, la Rosacha y el Simeón empezaron a comunicarse como dos viejos amigos en aquella rara lengua. Finalmente, aquella cholita ilaveña nos informó que el Simeón estaba conversando en aimara, una lengua que nadie conocía en casa ni en todo Abancay, que era un idioma desconocido en el mundo y que, Simeón jamás lo había escuchado ni hablado. Era la jodedera de la fiebre, hijo mío. Arrebato total, arrebato de la cabeza que expulsa el entendimiento para volverse oscuridad o, de lo contrario, arrebato que te pone en contacto con otros entendimientos. Una semana después, el Simeón empezó a loquearse peor que un perro rabioso. Entonces se apoderaba de la fuerza del toro y de la ira del río Apurímac. Fue así que desempotró el viejo ropero de un solo jalón y botó por la ventana quintales de maíz de su dormitorio; se le erizaba la cabellera, se le manifestaban surcos horripilantes en su cara amarilla, su voz parecía de ultratumba y se diría que se ponía en contra de sus padres, en contra de todos. Con decirte que casi me mata en dos ocasiones. Igual suerte corrió mi padre, a quien lo tiró por la ventana como si fuera un pedazo de maguey. Tuvieron que amarrarlo al catre con lazos y sogas de cabuya, y aun así, utilizaba la fuerza misteriosa de su mirada para tirarnos contra la pared o contra el suelo.
Convocado por mis parientes, una noche, el cura Salustiano Ballón visitó la casa. Estaba muy borracho, como solía estar en los últimos años luego de la muerte de su hermanita. Ingresó al dormitorio decididamente, con mucha seguridad, y pidió que todos saliéramos de la habitación. Traía consigo el incensario y una pequeña cruz de plata colgada de un rosario de piedras negras. Los familiares nos fuimos al huerto a esperar el desenlace. Yo, a pesar de la fiebre tuve fuerzas para ir hacia la ventana desde donde lo veía todo. El Simeón se enfureció apenas vio al cura Salustiano y lo carajeó sin ningún miramiento. No sé si con aquella voz de ultratumba o con la fuerza brutal de su mirada tiró al sacerdote varias veces contra la pared. El cura gritaba, aullaba y ordenaba: ¡Vuelve a la vida Simeón! ¡Vuelve por el buen camino! ¡Abandona la maldad que te han hecho tus enemigos! ¡Carajo, fuera la maldad, fuera el daño maldito! Yo no podía creer lo que estaba pasando, pero ambos se carajeaban y se gritaban mutuamente. ¡Era el daño, hijo mío! El cura Salustiano sudaba como indio de hacienda en día de zafra. Se diría que peleaban sin tregua, sin rendirse, dándose mutuamente golpes y puntapiés en medio de alaridos. Yo me había dormido pegado a la ventana, al pie de las enredaderas, ahí mismito de donde estaba mirando la peleadera. Me despertó el crujir de la puerta y las voces de mis padres que se acercaron al padre Salustiano. El cura se encontraba sudoroso, totalmente agotado, con la sotana hecho jirones… destrozado. ¡Tu hijo está salvado!, exclamó el cura, y todos lo abrazamos llorando como Magdalenas. Luego, mi madre le dio una botella de licor de caña pura y el cura se fue después de echar tres cruces contra mi dormitorio. Fui a la habitación y el Simeón se encontraba dormido. Parecía un gorrioncito agónico, una mariposa moribunda, pero aún respiraba, y sudaba amarillo.
En realidad todo se encontraba amarillo: el río y los cerros, el cielo y los bosques… Flor de retama, amarillito amarilleando a la orilla de los caminos de la vida. El Simeón había perdido dos dedos de la mano izquierda. El daño, en un último esfuerzo, se sujetó fuertemente de aquellos dedos para no abandonar el cuerpo de mi hermano; pero, al ser expulsado, le arrancó los dedos y se los llevó como recuerdo. ¡Ay, Nolberto! Si hubieras visto lo que vi: Un charco amarillo se había formado bajo el catre del Simeón, y era de la sangre que le chorreaba de la herida, a borbotones.
Estuvimos con la maldita peste una cosa de dos meses más, al cabo de los cuales, empezamos a despintarnos. El odiado amarillo fue dejándonos por medio del sudor, del aliento y de la mirada. La fiebre empezaba a ceder, se iba al fin, y parecía que se había cansado de llevarse tantos pequeñines al matadero. Ya podía conversar con el Simeón y, a veces, nos poníamos a jugar a las canicas en el patio. Poco a poco llegó el verdadero color humano a nuestros cuerpos, y mis padres, accedieron, con miles de recomendaderas, a darnos permiso para salir a nuestra querida callecita. Salimos con miedo de encontrarnos nuevamente con la muerte. No había una sola alma en la calzada. Todo era silencio y tristeza sin nombre. Mariposas negras y chichirrancas sobrevolaban por aquí y por allá. Eran las almitas de los chiuchicitos viajeros.
Al fin volvió la vida a alumbrar nuestras pobres vidas, el azul-nacarado del cielo y lo verde de la floresta volvieron a posarse en nuestras retinas. Las chicherías de Wanupata comenzaron a ser bulliciosas como antes, y las arpas y violines dejaron escuchar sus melodiosos huainos por las noches, y de a pocos, los niños empezamos a juntarnos en las esquinas, bajo los árboles y a la vera de los ríos. Habían muerto ocho de mis primos y numerosos amiguitos. De cien niños de nuestro barrio solamente habíamos escapado siete varones y cuatro mujercitas. Como no alcanzábamos para jugar fulbito obligábamos a las niñas a ponerse pantalones y a jugar por nuestros equipos. Al principio lo hacían refunfuñando, pero, después con agrado. Creo que a partir de aquella fecha, las mujeres, también, juegan fútbol y visten pantalones.
Es cierto, Nolberto, yo tuve miedo, pero nunca perdí la esperanza de vivir. Y tú con esta tosedera de miércoles te estás desesperando. Sanarás. Yo te devolveré la salud, hijo mío. Ten confianza en mí.
-Lo tengo, padrecito mío.
-La confianza y unas yerbitas que tengo te sanarán para siempre. Sobre eso beberás sangre de murciélago, todos los días, como si fuera vino de Chincha; pero, todo en su momento- exclamó el viejo curandero. Y después te daré…
-¡Don Benedicto Morales! ¿qué ha pasado con tus dedos? – le interrumpió bruscamente con aquella pregunta, picado de viva curiosidad y, luego, agregó con tono seguro. -Te faltan dos dedos de la mano izquierda, padrecito.
-Bueno, Nolberto, lo sabrás solamente tú; pero, no lleves cuentos como correo sin estampillas, ni cacarees como vieja gallina que ha olvidado de ser ponedora, porque en lugar de sanarte te despacharé al infierno en menos de lo que canta un gallo. Pues, te diré la verdad. No soy Benedicto, hijo mío. Soy el Simeón Morales, el mismo que hace cien años volvió del más allá.
(*) Tomado de “Fuego y los cuentos ganadores del Premio Copé 1996 (1997). Lima: Ediciones Copé, Departamento de RR.PP de PETROPERÚ S.A.
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