Por: Walter Paz Quispe Santos
Danzar es celebrar la vida. Celebrarlo de un modo representacional, es decir, mostrando la experiencia humana sociocultural en síntesis. Todas las sociedades han buscado formas muy particulares de mostrar regocijo por la vida, simbolizándolo con escenas que son en realidad facetas de la vida. Así tenemos a los Choquelas que expresan la gran alegría por la vida de los hombres cordilleranos; los Pulis, que señalan el resumen de los modos de producción de la quinua en sus distintas alegorías: Pulipulis, Auquipulis, Qarapulis, Chatripulis.
¿Quién no celebra la vida danzando?
Lo hicieron los antiguos Pucaras para celebrar los triunfos guerreros en sus principales fortalezas. Los Puquinas también celebraban la vida mostrando su experiencia humana en sus danzas, como los Chia Chiata, Quirquita, Ichuquirquita y muchos otros que para curiosidad de muchos investigadores generan impresión por lo desconocido de estos nombres y porque perecieron en los tiempos inmemoriales. Los Urus, pobladores probablemente más antiguos del altiplano, también danzaban en honor a sus dioses: la luna, el agua, las aves y fundamentalmente la pesca. Eran danzas rituales o guerreras de los hombres sujetos o indómitos, como sugieren muchos historiadores. Los Aimaras, después de la desintegración de los Tiawanakus, también celebraron la vida a su modo. Lupacas, Collas, Cullaguas, Pacajes, Carangas y otros reinos venidos del centro del país también vinieron a celebrar la vida a su modo. Muchas de ellas sobreviven aún en el imaginario colectivo de sus gentes. Posteriormente, los Quechuas hicieron lo suyo danzaron incluso sobre los cuerpos muertos de los Aimaras, festejando el triunfo de guerra, tal como testifican los cronistas en sus documentos tempranos.
Las primeras danzas celebraban la vida cantando, el ser humano no había perfeccionado los instrumentos musicales. Lo hacían como gritos de guerra inspirados en la grandeza espiritual de la época: cantos guerreros o ceremoniales, cantos al nacimiento, esplendor y agonía de la vida. Cantos rituales de agradecimiento a los dioses. Cantos de relacionalidad, reciprocidad, correspondencia con la naturaleza o el cosmos sideral; después vendrían los instrumentos musicales hechos de huesos, cañas o palos de cantuta, como los Lawaqumus, para acompañarlos.
Estos modos de celebrar la vida fueron interrumpidos o modificados en varias oportunidades. La historia de las mentalidades refiere que las danzas fueron transgredidas en su originalidad en un momento por los Incas; luego por las visitas Toledanas y la revolución de Tupac Amaru. Así llegaron al Altiplano las polleras y mantones españoles, los chullos y ponchos también de la península ibérica, los sombreros italianos, las formas de vestir de andaluces, vizcaínos que hoy usan nuestros danzarines como si fueran propios. A los ojos de cualquier visitante a nuestras fiestas en apariencia se muestran como originales, cuando en realidad son una indumentaria traída por los invasores e impuesta a golpe de sangre y muerte con el objetivo de incrementar sus tasas y tributos. Así los Taquileños y otros lugareños de Capachica, Socca, Pomata, Yunguyo creen lucir trajes propios cuando en realidad llevan imposiciones coloniales. Las vestimentas más antiguas y originarias se encuentran refrendadas en los dibujos de Huamán Poma de Ayala o Murua.
Hoy en día nuestros modos de celebrar la vida han variado frontalmente con los aportes de la tecnología y se han sincretizado en una dimensión transcultural con otros elementos simbólicos de la época. Nuestras danzas ahora se practican con banderas, con pantalones, chalecos, en su gran mayoría con sombreros, con perlas, ornamentos de dragones y de personajes inexistentes en el Altiplano incluidos en la República. Los Virreinatos aportaron las bandas de músicos con instrumentos de bronce sacadas de óperas y operetas y las iglesias en sus atrios representaban el bien y el mal entre diablos y ángeles, por los que se originan danzas como la diablada o la presencia de negros traídos desde el África para la explotación minera que dieron lugar a danzas como las morenadas, caporales, wacawacas y tantas otras cuyo pretexto para celebrar la vida es la virgen de la Candelaria. Esta virgen es una de las tantas réplicas traídas por los invasores españoles al continente americano. Se dice que el origen de la patrona adoptada de los puneños se encuentra en las islas Canarias, motivo para dilucidar su origen. Hay grandes ciudades en el mundo que celebran sus fiestas en honor a sus patronas de carne y hueso y no imágenes. Tal es el caso de los catalanes que, en su fiesta patronal, celebran a la virgen de Las Mercedes de carne y hueso que se encuentra en su iglesia en un ataúd de mármol, y no existe ninguna imagen o réplica ni procesión alguna, sino una memoria colectiva de la santa virgen aludida. En cambio en América Latina nuestras celebraciones son réplicas de santos y santas europeas.
La festividad de la virgen de la Candelaria no solamente es una celebración de la vida a través de cristianismo católico, sino de otras formas de acercamiento a la fe moderna y postmoderna, como el hedonismo, que es otra celebración o culto al cuerpo. Ese cuerpo comparado con el pecado en la colonia hoy es reivindicado por nuestras actuales manifestaciones de la danza contemporánea, como otro ente sagrado para mostrarlo, lucirlo y representarlo en el erotismo que es la otra religión que el hombre contemporáneo no puede obviar. En vano pretenden ocultarlo, en un afán conservadurista y con una moral fundamentalista. Nuestras formas de celebrar la vida tiene también algo del paganismo de nuestros antiguos Puquinas, Urus, Aimaras o el paganismo de los griegos, que danzaban en honor a Dionicio, que pareciera transmutarse en nuestras danzas actuales y patrimoniales, y es justo que así sea.
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