Por: Luis Chávez Rodríguez
En todo el mundo la confrontación contra un enemigo que no se llega a conocer del todo continúa y como el agresor no da la cara los dos bandos están personalizados en nosotros mismos: los seres humanos que habitamos el planeta. En el Perú la militarización del lenguaje gubernamental para enfrentar una crisis sanitaria, detallado por Carla Granados en Noticias Ser, se sigue exaltando y se está dando paso de la retórica a la acción. Las metáforas de guerra que se han impuesto como base para la elaboración de los discursos sobre el coronavirus están siendo replicadas con mensajes audiovisuales y videos publicitarios de las fuerzas armadas, que nos muestran una confrontación con tanques y pertrechos militares contra el coronavirus. Este discurso ha tenido, en escala nacional, un correlato paralelo con imponentes desfiles militares del ejército peruano, cargando fusiles con bayonetas y entonando enérgicos cánticos de campaña tanto en las calles periféricas de Lima y en provincias, como ha sido registrado y difundido, semanas atrás por los medios masivos de comunicación.
Del mismo modo, no hay lugar, en el país, donde no se hable de la guerra contra el coronavirus, cuyo frente de vanguardia es el sector Salud de la mano con el Ejército como lo muestran las conferencias de prensa que están llevando a cabo por los gobernadores y alcaldes del país, y en algunas partes del país, esta violencia discursiva amenaza con pasar del dicho al hecho.
Como es de suponer, el discurso de la guerra, por su fácil adecuación a cualquier situación de conflicto y por la proclividad del poder a imponerse con el autoritarismo no es exclusivo del Perú. El centro de este discurso bélico, con claro tinte político, tiene en Donald Trump su principal emisor, quien desde sus conferencias de prensa ha dado a conocer al mundo entero la escenificación del discurso de la guerra y del poder, precisamente, en medio de la crisis de la pandemia. Días antes de que en nuestro país se conformara el “Comando de operaciones Covid-19” y nuestros soldados salieran a desfilar en las calles limeñas, Trump anunció el despliegue de imponentes barcos hospitales de la Armada norteamericana a las costas de Nueva York y California para apoyar a los hospitales colapsados y, acto seguido, dispuso el desplazamiento de buques y aviones de guerra hacia las aguas del Caribe con la intención de enfrentar a un supuesto complot narcoterrorista que amenaza, conjuntamente con el coronavirus, la tranquila vida norteamericana. Del mismo modo los “Think tanks” más connotados, como el neoconservador, American Enterprise Institute (AEI), ha elaborado el National Coronavirus Responde que al parecer será la norma global a seguir en la próxima etapa de la pandemia. La tan deseada normalización post-coronavirus, ya está diseñada y sus planteamientos están siendo divulgados, por sus sucursales como la Fundación Internacional para la Libertad (FIL), en el contexto hispano.
Volviendo a nuestro país, es evidente, por una parte, que el ejército y la policía están trabajando obedientemente para mantener las disposiciones necesarias impuestas por el Gobierno, trabajo que resulta un complemento importantísimo en el tratamiento de la emergencia sanitaria, como lo están haciendo también las rondas campesinas y los servicios de serenazgo municipal que se han sumado a la labor de resguardo de los puntos de control sanitario en las entradas de las localidades rurales. Pero al mismo tiempo se está dando también una confrontación que en muchos casos está derivando en el uso de la violencia física. La retórica militarizada en primer lugar confunde a los pobladores y luego convalida la confrontación violenta que ya comienza a exacerbarse a estas alturas del aislamiento.
Radio Bongará ha difundido imágenes en las cuales se puede ver el castigo físico que se le hace a una mujer, a quien dan de a latigazos mientras la hacen saltar de cuclillas por no acatar el aislamiento social. Esta situación se dio en la frontera de Amazonas y San Martín. Del mismo modo, imágenes de muy mal recuerdo, nos muestran medios de comunicación como Sentra TV /canal 7 de Pasco) que cubrió las negociaciones entre autoridades gubernamentales, custodiadas por el ejército con líderes de las comunidades nativas para establecer los puntos de control en las carreteras que atraviesan territorios indígenas. Esta áspera negociación se dio entre las autoridades municipales de Puerto Bermudas y Villa Rica y los comuneros asháninkas y yáneshas donde el mediador del conflicto, como en otros muchos casos, era el ejército manejando el mismo lenguaje pandémico-militar.
Una muestra mucho más violenta se presentó en la comunidad de Huampani del distrito de Cenepa, provincia de Condorcanqui, Amazonas, en donde se han hecho públicas denuncias a miembros del Ejército Peruano, quienes vienen siendo acusados por abuso sexual. La situación ha llegado al tal punto que las propias comunidades han tomando, de modo autónomo, medidas anti-militarización. En plataformas de internet como “Vigilante Amazónico” o Servindi se registran estos conflictos, que a la letra dicen: “Los comuneros, liderados por el jefe de la comunidad y el alcalde del distrito de Cenepa, han acordado el retiro de los militares del BIS-69 por acusaciones de presuntas violaciones sexuales a mujeres de la comunidad”. Más adelante señalan, “A pesar de estas medidas adoptadas, el día 9 de abril cuatro militares del Batallón del Ejército Chávez Valdivia (BIS 69) intentaron cruzar la comunidad. Ante ello las rondas comunales los detuvieron, los pusieron en un calabozo y los obligaron a retornar en peque peque”. Todo esto en un contexto en el que pueblos wampís y awajún del distrito de Santiago, cansados ya de solicitar ayuda médica al gobieno peruano, están acudiendo a la comunidad internacional para buscar apoyo frente a la amenaza mortal que se cierne sobre ellos y que la están expresando a través de pedidos al Gobiernos en todos los medios de prensa.
Estos son los extremos que están viviendo las áreas rurales y las comunidades nativas amazónicas, que evidentemente no se dan en las ciudades, donde el ojo público ayuda en hacer vigilancia a los vigilantes, pero más allá de las murallas urbanas las repercusiones de los discursos indiscriminados que se están implementando desde el gobierno central se están materializando en una violencia flagrante e inaceptable. Este es el peligro que trae perder de vista la función específica de cada dependencia gubernamental, por causa de la promiscuidad retórica que se está produciendo entre el sector Salud y el Ejército.
Esta retórica militarizada que se ha propagado, conjuntamente con el coronavirus, con mayor énfasis en el continente americano, no educa al pueblo que se quiere proteger. En el Perú, muy especialmente, despierta más bien, recuerdos frescos y terribles. Nosotros no podemos seguir imitando ciegamente esta retórica beligerante. La violencia contenida en este tipo de lenguaje, busca un sometimiento ciego a la norma y su carácter represivo está dando lugar a una tensión innecesaria que podría desencadenar en más problemas que, conjuntamente a la frustración, el miedo y el desabastecimiento de los alimentos, que también ya se siente como otra amenaza, se pueden sumar peligrosamente a la pandemia
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