Luis F. Vilcatoma Salas
La continuidad en la reactivación económica del país con la reanudación de los vuelos nacionales e internacionales, el transporte público interprovincial y una serie de negocios que implican afluencia de personas, ha puesto en la preocupación de todos la posibilidad de una nueva ola de contagios y fallecimientos en las próximas semanas cuya gravedad dependería de dos cuestiones fundamentales: de la capacidad de respuesta institucional del Estado para afrontar la emergencia (hospitales, personal de salud, tecnología y toda la experiencia ganada en la lucha contra la pandemia), y del comportamiento de la gente en materia de autocuidado sanitario siguiendo escrupulosamente las normas existentes sobre el particular. Sobre lo primero, la cuestión está más o menos clara en cuanto a nuestras fortalezas y limitaciones distribuidas en cada una de las regiones, provincias y localidades del país, en cuanto a los protocolos y, entre otros, en cuanto a las responsabilidades de la policía y el ejército para obligar coactivamente al cumplimiento de las normas de sanidad.
Y en cuanto a lo segundo, allí sí la cuestión se pone color de hormiga porque la experiencia de estos meses de confinamiento ha dejado el horrible sabor de muchas personas dispuestas a quebrantar normas en reuniones sociales y familiares donde el contagio ha hecho de las suyas, por razones múltiples. La más conocida aunque escasamente explicada ha sido la razón del trabajo y el ingreso económico para no desfallecer por el hambre, que ha movilizado a miles de ciudadanos en una economía informal que algunos alcaldes como el alcalde Forsyth del municipio victoriano de Lima pretende ingenuamente combatir a punta de empujones y golpes como si la culpa estuviera en los propios golpeados y expulsados de las calles citadinas. ¿Dónde buscar la explicación? ¿Sólo en la necesidad de trabajar? O, como es el argumento emergente de la derecha política neoliberal en el gaseoso deseo de libertad del ser humano renuente a aceptar una política de obediencias verticalizadas. O en todo ello más un agregado cardinal, el de la “cultura de la transgresión” características de amplias franjas de la sociedad peruana. Una cultura de desobediencias que proviene desde tiempos lejanos de nuestra historia alimentada por múltiples caudillismos y militarismos, asonadas y revueltas sociales y políticas que han convencido socialmente de que para lograr los propósitos vale cualquier procedimiento (“la ley se acata pero no se cumple”, “las leyes son hostias sin consagrar), configurándose un sujeto con el modelo del “vivo” o del “pendejo” que sabe burlar y obtener lo que quiere y que sobrevive transgrediendo, a diferencia del “sonso” o “lorna” víctima de abusos e imposiciones.
En la extensión de esta “cultura de la transgresión” se ha formado lo que el sociólogo Gonzalo Portocarrero escribió alguna vez, una “sociedad de cómplices” permisiva con la transgresión porque todos, de alguna manera, somos transgresores o potencialmente transgresores. ¿Cómo enfrentar este tema de fondo? ¿La burocracia estatal y los formateados tecnócratas del Estado tienen siquiera el deseo de buscar el cómo hacerlo? Estas son interrogantes que corren a cuenta no de los tecnócratas del pensamiento sino de múltiples subjetividades, investigaciones, reflexiones e ideas de todos los campos disciplinarios, especialidades y profesiones que el actual gobierno no está tomando en cuenta.
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