Doce Ángulos con Luis Sánchez
Como no acordarse de Juan Velasco en este octubre lánguido y carente de milagros, tras varias décadas sin un presidente del que se pueda hablar con respeto. Vizcarra es la imagen que en estos días limpian las encuestadoras, pero antes hemos tenido los PPK, los Humala, los García, los Toledo, los Fujimori.
Los Fujimori se enorgullecen de haber deshecho en diez años lo que la revolución del general Velasco había conseguido en apenas 7. En 1990 había 186 empresas del estado en electricidad, hidrocarburos, minería, telecomunicaciones, vivienda y saneamiento y vivienda, transporte. Cubrían el 30% del PBI, generaban ingresos para el país, daban empleo estable a unos 200 mil peruanos.
Cuando se terminaron de vender el año 2001, el estado recibió unos US$ 6767 millones, pero solo en la corrupción – la apropiación de fondos públicos- en la década de los Fujimori, se estima que se perdieron entre 14 000 y 20 000 millones de dólares.
Los ingresos de la venta de las empresas se esfumaron. Fue el inicio de la corrupción estatal a escala interminable. Siguieron los “contratos-ley” que los cerebros fujimoristas fraguaron en la Constitución del 93. Desde entonces el país drena capital a los inversionistas extranjeros, año tras año, en los mejores años del precio del cobre, sin que nadie pueda pararlo.
Esos contratos inauguraron la era Odebrecht de la política peruana, la corrupción de todos los expresidentes. Hay derecho entonces a preguntarse, ¿de qué se enorgullecen los privatizadores? Si Velasco no habría nacionalizado esas empresas no se sabe qué habrían tenido para vender, ni si hubieran tenido alguna idea para gobernar.
Con la toma de la Brea y Pariñas el 9 de octubre del 68, la revolución de Velasco marcó un sentido de dignidad nacional. Mostró que el Perú podía manejar sus recursos naturales sin ceder un gramo de soberanía a los negociantes extranjeros, lo que ocurría propiamente desde la colonia.
Las privatizaciones llevaron al país a la situación anterior. Los recursos naturales han vuelto a manos de los expoliadores, esta vez en nombre del “libre mercado”, la “globalización”, la “eficiencia”, y todas esas palabras que se han probado espectacularmente perniciosas en este grave momento del mundo.
Los inversionistas foráneos se favorecieron, es cierto, pero el país perdió capacidad de manejo de la producción y el bienestar nacional. La gente vive apretada, sin trabajo digno, sin salarios, sin espacio para sus negocios; sin educación sana, sin salud pública. A merced del coronavirus, de gobiernos que no saben qué hacer, y de privados que cosechan a río revuelto sin querer pagar sus impuestos.
Así frustraron los privatizadores el único proyecto de gobierno autónomo que la república pudo generar. Y se perdió la dignidad nacional. La película “La Revolución y la Tierra”, que en estos días puede verse en internet, lo recuerda. Buena ocasión para repasar la historia y recordar el sentido que la dignidad tuvo en los años de la revolución de Velasco. Los pueblos que no conocen su historia están condenados a vivir en el descalabro. Eso nos pasa actualmente.
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