Murió el mejor futbolista de la historia a causa de un paro cardíaco, y viste con la camiseta de luto a todos los que lo vieron en un estadio de fútbol
Por: Lino Manuel Mamani
Ha muerto Maradona y no hay silencio, sino llanto, gritos, cánticos, versos, narraciones, recuerdos y más goles. No había jugador en la historia que lleve en la espalda el diez tan asociado como él. Diego, “D10s”, diez.
Diego había llegado para ser grande. Cuando nació su madre, doña Tota, gritó ¡goool! Creció en villa Fiorito, un barrio pobre de Buenos Aires, donde no había agua ni electricidad y la pelota era su único tesoro. Correteando en la oscuridad una vez cayó a un pozo negro, de donde fue rescatado. Irónicamente, el ícono tuvo esa suerte: estar en lo alto y en segundos desplomarse.
Con una melena de león, risueño, menudo de 1.65 cm, delgado y un temple de acero, se apoderaba del estadio. “¡Maradó! ¡Maradó!”, coreaban las tribunas y era un David que doblegaba a Goliat, sin usar la fuerza sino con su habilidad en los pies. “El genio del fútbol mundial”, “el barrilete cósmico”, diría Víctor Hugo Morales, narrando aquel partido ante Inglaterra en el mundial de México 1986.
Si antes había dudas, ese encuentro empoderaba a Maradona en la cima del fútbol. Ahí estaba el capitán, Diego, con el diez en la espalda. Argentina encaraba a Inglaterra en un estadio azteca repleto. El duelo tenía tufillos políticos por la guerra de Las Malvinas. Y entonces llegaron dos goles que se considerarían lo más sucio y lo mejor del siglo. A los 51 minutos, ‘El Pelusa’ anotaba un gol con la mano que no fue invalidado, al que él calificó como “La mano de Dios” y que en palabras de Morales sería el clamor de todo un pueblo que apretaba un puño.
Cuatro minutos después, tomaría la pelota desde su campo, correría con el balón pegado al pie con ingenio, eludiría a uno, dos, cuatro rivales y al portero, para anotar el segundo gol, el mejor de la historia y el que siempre se le recordará.
“¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Gooooool… Gooooool… ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme… Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… Barrilete cósmico… ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina?”, narraba emocionado el periodista aquella tarde.
Maradona le dio ritmo de tango y cumbia al fútbol. Con la zurda dominaba el balón a sus anchas, hacía la diagonal, encaraba, con asociación de toque, la finta, marcaba un estilo de juego. Cuando estaba en la cancha, todo podía pasar. Podía jugar aunque sus piernas estuvieran a punto de quebrarse. Llevó a la gloria a Argentina, al Boca Juniors, al Barcelona, Sevilla y hasta a un Nápoli joven y sin estrellas, terminó por sacarlo campeón. En esta ciudad de Italia se alzó una escultura en su honor. “Todos esperan nuestras palabras. Pero, ¿Qué palabras podemos usar para un dolor como el que estamos experimentando? Ahora es el momento de las lágrimas, luego vendrá el momento de las palabras”, escribió el Nápoli ayer.
Maradona jugaba con el corazón en los pies y era inalcanzable. Por eso le decían “dios” y le levantaron una iglesia. Era un dios terrenal, con aciertos en el campo de juego y desaciertos fuera de él. Podía regalarle un Rolex por su cumpleaños al utilero, criticar a los directivos de la FIFA y de los clubes, jugar un partido benéfico a favor de niños pobres, pero también sucumbir a las drogas desde los 22 años, amenazar a periodistas con un rifle, guiñar a la mafia, tener un carácter endiablado que padecieron sus parejas.
Se supo que “dios” era humano, cuando sus errores se evidenciaron. Un antihéroe que hizo lo que quiso, dirigió un programa de televisión donde entrevistó a Pelé, reía con Freddie Mercury y Queen, le dijo al Papa que venda el oro del Vaticano, insultó a los italianos que despreciaban su himno, fumó puros en Cuba con Fidel Castro, mientras estaba en recuperación de su adicción a la cocaína, respaldó la dictadura de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro, se negó a reconocer a sus hijos, se negó a conducir un Ferrari negro hecho para él porque no tenía estéreo y en el mundial Rusia 2018, casi se cae del palco por estar ebrio. Aun así siempre estuvo acompañado. Una vida maradoniana, con los dos lados de moneda.
“Diego Armando Maradona fue adorado no solo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de donde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero”, reflexionó el escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Supo reconocer algunos de sus errores. En 2001, ante 60 mil personas en La Bombonera, Maradona diría la frase por la que más se le recordará: “El fútbol es el deporte más lindo y más sano del mundo. Eso no le quepa la menor duda a nadie. Porque se equivoque uno, no lo tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué pero… la pelota no se mancha”.
Como toda persona tenía sueños que cumplió. Fue campeón del mundo con Argentina y luego pudo dirigir a la Albiceleste. El último club que dirigió fue el Gimnasia y Esgrima, al que salvó del descenso. Pero Maradona ya no era el mismo joven que dominaba el balón con sus botines desatados, sino había subido de peso y las rodillas desgastadas le provocaban caminar ladeado. Hasta para Diego, le fue difícil ser Maradona.
La noticia de su muerte fue como un autogol: inesperado y complicando todo. El 30 de octubre había cumplido 60 años y a las 10 de la mañana de este miércoles 25, se descompensó y falleció al mediodía tras un paro cardiorrespiratorio. Los médicos que acudieron a su casa en el barrio de San Andrés, en el partido bonaerense de Tigre, no pudieron salvarlo. Días antes lo habían operado en la cabeza por un hematoma subdural.
Maradona estalló al mundo, pero esta vez de tristeza. El presidente de Argentina declaró tres días de duelo y sus restos se velarán en la Casa Rosada, donde se espera que acudan un millón a despedirlo.
Lloran sus ocho hijos reconocidos, su familia, lloran en Fiorito, en Argentina, en España, en Nápoli, en Cuba, también lloran en Perú y en Arequipa. Murió el mejor jugador del mundo. “Que no termine nunca el amor que me tienen”, dijo años antes. “Dios” ha muerto o volvió al cielo.
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