Abel Rodríguez
Nuestra libertad cultural ha estado encauzada bajo la luz de la coacción; los hablantes de una lengua “no mayoritaria u oficializada en el supuesto” se han visto limitados a aprender o desaprender una lengua bajo la restricción de la normativa lingüística vigente, es decir, que se “elige” aquella lengua que garantice una mayor movilidad social, y esa lengua a “elegir” es fácilmente identificable, pues es empleada en espacios “oficiales”. Y es requerida, además, para garantizar un tipo de ciudadanía, se levanta como medio limitante, pues es la que permite una incorporación a espacios “oficiales”, los mismos donde se plantean políticas culturales, de salud y educación; la cultura de los grupos vulnerables es “promovida” en espacios de confinamiento, la interculturalidad se desarrolla en medios y conceptos preestablecidos.
Existe la necesidad imperiosa de interiorizar de una vez y para siempre, nuestra responsabilidad ética en la construcción de una defensa a favor de nuestra identidad cultural. Se tienen que implementar políticas públicas basadas en las múltiples culturas, no desarrollarlas a pesar de ellas (omitirlas).
“El chipaya o la lengua de los hombres del agua” (2006) es un texto de reconocimiento a nuestra condición cultural. Rodolfo Cerrón Palomino es el teórico/lingüista que nos brinda a través de su investigación y su afecto por nuestra cultura, líneas invalorables acerca de nuestra identidad idiomática.
El texto tiene como espacio físico de investigación el pueblo de Santa Ana de Chipaya, ubicado a 3800 metros sobre el nivel del mar, en el altiplano boliviano; el chipaya es una variedad de una de las lenguas más pretéritas que han surgido en el altiplano peruano-boliviano, nos referimos al uro-chipaya. Como lo da a conocer el autor, esta lengua tenía un uso general entre los pueblos lacustres y ribereños que se hallaban en el eje Titicaca y Poopo, estableciéndose relaciones basadas en el comercio; estos pueblos estuvieron inmersos en procesos históricos, los cuales los llevaron a estar sometidos por diversos grupos culturales, entre los que destacan los puquinas, aimaras y quechuas. Todo esto tuvo como consecuencia lógica la asimilación lingüística por parte de los mencionados grupos culturales. En el texto se menciona las variedades que pueden hallarse; nos referimos al iru-witu, el que se ubica en la naciente del Desaguadero, y la otra variedad identificada es el chipaya, al norte del salar de Coipasa. Se advierte, asimismo, la extinción de la primera variedad mencionada.
Los chipayas, a través de su lengua, generan una clara distinción con otros grupos culturales, muestra de ello es que se identifican como qhwaz-ah zhoñi, que se traduce como “hombres de agua”. En su discurso mítico se alude a un origen acuático, el mismo que tiene como escenario el lago Ajllata. Se menciona en la obra de Rodolfo Cerrón Palomino, la crónica hecha por el clérigo Bartolomé Álvarez, quien relata la experiencia de su encuentro con esta cultura chipaya:
Acerté yo -que era cura allí junto- a entrar en medio de su laguna [de los chipaya] con dos españoles y su cura; y, sobre si tenía rey o no, les di una vuelta que no se les olvidará tan presto. Y, llevándolos a todos a seis leguas, les hicimos recoger la laguna para pasar en seco y, llegados al pueblo, los encerramos (Álvarez [1588])
El término Uro muchas veces fue empleado en los registros coloniales respondiendo no a situaciones lingüísticas necesariamente, sino que fue empleada con objetivos de delimitación tributaria. Es de destacar, como se señala en la investigación emprendida por Cerrón, la confusión que se generó en la época colonial entre la lengua uro y la lengua puquina, teniendo un trato indiferenciado, el cual ha llevado a identificarlas como una sola, no han estado exentos a esta confusión los investigadores, tales son los casos de Crequi-Montfort y Rivert (1925), pero también han surgido investigaciones que han esclarecido esta confusión, tales son los trabajos emprendidos por Uhle y José Toribio Polo.
El factor evangelizador es descrito en la obra de Cerrón como uno a considerar en el devenir de la lengua uro, ya que fue el virrey Toledo quien ordenaría este proceso de evangelización, teniendo en cuenta, para ello, el uso del quechua, aimara y puquina. Pero como es de conocimiento, la evangelización se dio con objetivos de imposición cultural, y para ello se recurrió al empleo de las lengua aimara y quechua, siendo el puquina una lengua relegada por varios motivos (lingüísticos, políticos, geográficos, etc.); peor destino habría tenido la lengua uru, ya que por confusión y desinterés fue relegada al olvido.
Podremos hallar en “El chipaya o lengua de los hombres del agua”, capítulos dedicados a desarrollar aspectos fonológicos de la lengua chipaya; en este aspecto se señala y resalta el ordenamiento de cuarenta consonantes. Aspectos que tienen que ver con la morfofonética, la estructura de la palabra (sustantivos, pronombres, adjetivos, numeralia, adverbios, prefijos, sufijos, etc.); se desarrollan temas ligados a la morfología verbal (flexión de persona, flexión de número, flexión de tiempo, modos verbales, etc.) la frase (frase verbal, frase adverbial y frase nominal) y oración (tipología sintáctica, oraciones simples y oraciones compuestas).
El conocimiento de la fisonomía idiomática del chipaya nos brinda la oportunidad de ampliar nuestro horizonte de comprensión acerca de los grupos culturales que emergieron y resistieron al influjo del tiempo y la historia.
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