Wilson Pacoricona
Nos sentamos y abrimos un libro, digamos, los cuentos de Stevenson. Ya podemos optar por El club de los suicidas o por La puerta del señor de Malétroit o por Janet la contrahecha. Nos demoramos lo que demoramos al ver una película –quizá una película de los hermanos Coen– y, al terminar, nos embarga una felicidad que se redondea plena, que se ha regodeado en nuestras emociones y ha vagado en nuestros sentimientos, llegando a su fin, o a su aparente fin. Nada como un buen cuento, un buen cuento que se lee de un tirón, sin espacios, leve, hipnótico… Hasta Hitchcock trabajaba sus películas como cuentos, esas películas guiadas sólo por un hilo que nos conduce a soportar sólo un efecto.
El cuento es modélico en los géneros modernos, pues siempre es moderno. Jamás puede estar en crisis. Se parece tanto a un poema… Reúne la precisión, la brevedad, crea un ambiente que nos conducirá a un clímax…
Si la literatura es viaje, el cuento comporta el viaje más corto, el que se hace sólo para restituirnos del cansancio diario, el que nos lleva a lugares cercanos y conocidos, para extendernos a nuestras anchas; y, como todo viaje corto, lo que en él tenemos que invertir es bien poco, pero, paradójicamente, lo que obtenemos es de un valor enriquecedor.
Cuando uno lee un buen cuento lo hace sin la intención de instruirse, con el único propósito de poseerlo y de gozarlo; es pues el placer el único guía. Aunque algunos vean en Casa tomada un cuento de denuncia, lo cierto es que esa deducción es secundaria, elaborada, ya que sólo para quien conozca la historia argentina tendrá ese significado. En cambio, para un lector que busca el mero placer, sólo encontrará –y mejor que sea así– un delicioso cuento fantástico.
Uno toma un libro y lee un cuento que puede contarse, es decir, que puede contarlo a otro. El cuento –y sólo el cuento– puede reelaborar la magia de la palabra dicha, elaborada para el oído, escrita para decirse, para sentirse por ese canal sensual y embriagador que conoce la palabra de primera mano, escuchándola, que la sabe diferente en cada boca que la pronuncia, que le produce una variación diferente de placer momentáneo, de ese placer a la vez sutil como la gran poesía y a su vez tan humilde y tan popular. Hay cuentos que se nos han contado por medio de amistades o por medio de parientes y que, pasado un tiempo, se nos han vuelto a contar. Y suele ocurrir que la primera narración gobierna las subsiguientes narraciones y ninguna aparte de esa primera experiencia nos parece tan buena. Entonces abrimos el libro, digamos, los cuentos de los hermanos Grimm y leemos para nosotros. Sólo esa lectura puede competir con la historia de Blancanieves que conocíamos y nuevamente vemos la imagen que dictan esas palabras primeras:
«Una vez en medio del invierno, cuando los copos de nieve caían como plumas, estaba una reina cosiendo junto a una ventana que tenía un marco de negra caoba. Y mientras estaba cosiendo y miraba la nieve se pinchó con la aguja en el dedo y cayeron tres gotas de sangre en la nieve…»
Y ahí están las tres gotas sobre la nieve y el marco negro que prefiguran a Blancanieves, en los colores de su rostro y en el negro de su cabello. Sólo nos basta la imaginación que aspira esas palabras sencillas y exactas que nos proporciona una Blancanieves personal.
Un cuento es como un gran secreto. Un cuento reproduce la compañía de alguien, un alguien incógnito pero verdadero. Mientras nos dejamos llevar por ese oleaje suave muchas veces, y a veces sorpresivo, no nos sentimos solos. Ese narrador que nos cuenta esa historia, ese secreto, propio o ajeno, sabe tan bien como nosotros que tiene una gran importancia, y que lo que guarda debe comunicarse, porque esa historia, muy a pesar que es un secreto compartido, es bella y es breve y quepa en el morral de la memoria, liviana en su peso que es el apenas suficiente para que nos demos cuenta de que está ahí, pero que, lamentablemente para nuestra promesa, por su liviandad no podremos guardarla siempre. Ese cuento tiene que comunicarse, porque ese es su propósito, su fin, el evadirse para poder vivir, validando la ruptura de la promesa que lo sellaba en palabras encarceladas.
Las personas siempre estamos contando historias. Las contamos escritas y las contamos dichas. Pero preferimos las historias audibles o al menos aquellas historias escritas que guardan la agradable magia del sonido, parecidas a la música. Al escucharlas, al aprehenderlas, lo hacemos con expectación, con un afán extraño de posesión, como queriendo saberlas para luego contarlas, dándoles pequeños giros, poniendo una marca propia, graduando nuestro tono, un tono diferente con el que se nos contaron, un tono que creemos el adecuado.
Escuchamos historias en las calles, en los colectivos, en casa, estemos donde estemos. Las historias contadas, los cuentos, nos son tan cercanos que caemos en el juego, su propio juego, de creerlos hechos; pero esta creencia se destruye apenas escuchamos uno. Hay un cuento arquetípico que es contado, reelaborado, bifurcado, revuelto y tan entremezclado que apenas nos queda la noción del primer cuento universal, el que empieza con un nacimiento y que termina con una separación.
Pero también tenemos los cuentos que han ocultado de tal manera al narrador que parecen no poder contarse, sino que indefectiblemente tienen que leerse. Esto es parcialmente cierto o, en todo caso, esos cuentos no deberían llamarse cuentos.
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Cada generación tiene un tipo de cuento que la gobierna. Estamos en la época del escepticismo. Lo natural es que optemos por cuentos que amplíen la sensación de inseguridad, ya que es conducente en el hombre el gozarse con sus tragedias. Las mejores historias son las más tristes por esa misma razón; en cambio, las historias felices o las graciosas no pueden dar la pauta porque el hombre se inclina muy pocas veces hacia la felicidad, pues la felicidad es una “idea” y a ella se aspira, es decir, futuramente, no como la “tristeza” que es presente y real. Pero regresando a lo que aquí nos trae, diremos que la inseguridad tiene su consecuente en el miedo. Los miedos han atormentado al hombre a manera de mitos, pues el mito guarda tras de sí, sutilmente, el miedo a algo presente o a algo latente, de todas maneras inminente. La poesía con la que se gobiernan los mitos ha sido trasladada al cuento fantástico, haciendo la tragedia del hombre más llevadera. Todos estamos de acuerdo en que es terrible enfrentar al miedo, pero cuando el miedo viene disfrazado, cuando toma una corporalidad, cuando se nos presenta físico de alguna manera, entonces, aun con gran aplomo, podemos hacerle frente. Es el momento feliz del cuento, del cuento fantástico, porque nos permite sobrellevarnos en una vida llena de incertidumbres. Por todo eso el tipo fantástico del cuento es quizá el mejor. Además de la brevedad y la concisión, el ambiente y el clímax, tiene la capa exterior de la poesía: la metáfora. Cada época gozará de una literatura fantástica, pues las excepciones nunca cesan. El hombre siempre aspirará a la inmortalidad, excepción de la muerte y, más allá, excepción de lo nuevo.
El cuento fantástico reúne lo mejor del imaginario cuentístico. Los cuentos de Aldecoa nos parecen a veces importunos, pero eso no ocurre con los cuentos de Poe, con los de Wells, con los de Henry James, con los de Hoffmann, con los de Arthur Machen, con los de Algernon Blackwood, con los de M. R. James, o con los de Ítalo Calvino o los de Washington Irvin o los de Bécquer y, muy centralmente, con los cuentos de Kafka, Borges, Cortázar y Papini, ya que de la mano de ellos sobrevivimos con cierto deleite la tragedia de la inseguridad cotidiana, de la precariedad contemporánea. La ciencia ha bombardeado a tal punto esta época que ya no podemos estar seguros de absolutamente nada. El miedo del XIX hacia el fantasma encadenado que profiere lamentos eternos ha cambiado por el miedo a la variación cotidiana, como el que nos proporciona sabernos múltiples en universos múltiples, o el de la inexactitud de la visión de las cosas, el saber que sólo conocemos impresiones de los objetos, pero nunca al objeto en sí. Sabemos que pertenecemos a unas reglas con excepciones, quizá con demasiadas e importantes excepciones, que más que comprometer nuestras vidas, comprometen nuestras ideas y hasta nuestros ideales.
Si la literatura es viaje y el cuento comporta el viaje más corto, el cuento fantástico, increíblemente, copa el viaje más lejano en el tiempo más breve.
Gran ejemplo, literal y literario, es La máquina del tiempo, cuento largo que nos habla de lo que podría pasarle a la humanidad, en plan distópico, revelando la mayor distopía: la ausencia de la humanidad. Y, como el protagonista, en los pasajes finales, la sola visión –onírica o real (¡qué más da que sea real!)– genera tal dolor que es imposible decirnos: «Del hombre no quedará nada. Somos de la misma sustancia que compone el polvo del Universo caprichoso; somos un breve sueño Del de más allá». Es penoso, pero también es fantástico. La ciega regla del hombre que vive –porque simplemente VIVE– es que perdurará, que mejorará, que evolucionará; pero la excepción real a ese pensamiento futuro que esperanza es, digámoslo todos con tristeza, la etérea estancia del hombre en la reglada Tierra. Y así, para volvernos a la vida presente que nos corresponde, nuestro amable Viajero del Tiempo, que hablaba y hablaba de lo que pasaba allá, lejanamente en el futuro –futuro en la mente siempre más lejano–, de las cosas terribles que a veces sentía en su soledad humana, ese viajero, debemos saberlo, no volverá jamás y en ese «no volverá jamás» se guarda y se perfecciona el hermoso efecto del cuento fantástico que Wells tan bien concitaba.
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