Por Javier Del Río Alba – Arzobispo de Arequipa
En el mes de mayo los católicos recordamos de manera especial a la Virgen María. A nivel mundial tenemos dos importantes fiestas: la de la Virgen de Fátima, que celebramos el 13 de este mes en memoria de su primera aparición a los tres pastorcitos, en el año 1917 en Cova de Iria (Portugal), y la fiesta de la Visitación de la Virgen María a su prima Isabel, que celebramos el 31 de mayo. En Arequipa, además, el 1 de mayo tenemos la fiesta de nuestra Mamita de Chapi, que también se va extendiendo en otras partes del Perú y del extranjero. A través de estas fiestas y de otras que celebramos a lo largo del año, reconocemos y veneramos a María como verdadera Madre de Dios y Madre nuestra, gracias a su íntima unión con Cristo en la obra de nuestra salvación y santificación. En efecto, desde el momento de la concepción virginal de Cristo, hasta su muerte y aun después de ella, María siempre ha estado y continúa estando unida a Jesús y a la Iglesia. Como enseña el Concilio Vaticano II, la Virgen María “colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres” (LG 61). Por esta razón, es nuestra Madre en el orden de la gracia, “miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53) y desde el Cielo nos procura con su intercesión los dones necesarios para que se desarrolle en nosotros la vida divina (CEC 969).
Sin embargo, la misión maternal de María no consiste sólo en cooperar para nuestra salvación eterna, que en realidad ya sería bastante, sino que ella también nos acompaña en los diversos momentos de nuestra vida en este mundo, como acompañó a su hijo de Jesús, de manera especial en los momentos de mayor dificultad. Así, en primer lugar María se muestra al lado de los que sufren, de los descartados de este mundo, de los marginados por la sociedad, en los que continúan abiertas las llagas de Cristo. “Con ellos está también la Madre, clavada junto a esa cruz de la incomprensión y del sufrimiento” (Francisco, Homilía, 24.IX.2018). Pero no sólo está con ellos sino que también está con todos nosotros, pecadores. Ella es la Madre que, con paciencia y ternura, nos lleva a Dios para que Él desate los nudos de nuestros pecados con su misericordia de Padre (Francisco, Catequesis, 12.X.2013). De esta manera, María es figura de la Iglesia y modelo de los cristianos que hemos sido llamados para continuar la revolución de la ternura inaugurada por Jesucristo. “María, con su maternidad, nos muestra que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, nos enseña que no es necesario maltratar a otros para sentirse importante” (Francisco, Homilía, 1.I.2017).
Al entregarnos a su Madre en la Cruz, Jesús ha querido confiarle la custodia de la Iglesia y de toda la humanidad. Como buena madre, la mirada y el corazón de María llega a lo más profundo del ser de nosotros, sus hijos. Ella percibe nuestros gozos y tristezas, nuestros sueños y desalientos. A ella podemos recurrir, confiados, cuando nos asaltan los temores y preocupaciones, porque ella es fuente de esperanza, amor que consuela. En este “Año de la Santidad” al que he convocado a la Iglesia en Arequipa, invito a todas las familias, parroquias y comunidades a renovar y fortalecer su relación con la Virgen María. Ella nos libra de la orfandad en la que algunas veces nos podemos sentir, nos recuerda que todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre, y nos enseña “a cuidar la vida de la misma manera y con la misma ternura con que ella la ha cuidado: sembrando esperanza, sembrando pertenencia, sembrando fraternidad” (Francisco, Homilía, 1.I.2017). Los cristianos necesitamos a María y el mundo necesita que, como hijos de María, le hagamos presente el amor de Dios.
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