Columna: Abel Rodriguez
Existe en nosotros y entre nosotros un afecto inmemorial por la actitud racista, por la mirada condicionada y por el desprecio docto. La violencia ostensible es la que se juzga, razona y censura. Pero existe una violencia “sutil y gallarda”, la cual deambula por los espacios sociales, ataviada de colores y ritmo.
Nuestros carnavales se presentan como muestras categóricas de identidad, pero esta comparsa tiene dos estrados, veredas e itinerarios algo diferentes: la Pandilla Puneña y La tarqueada andina. Por estas fechas, ambas se expresan en espacios debidamente asignados, no se requiere de dotes esotéricos para poder percibir una relación sugerente entre ambos.
En una sobresalen los apellidos de abolengo, la añoranza por el pasado de esplendor y la mirada vertical (histórica/social). La inclusión (en alguno de ellos) suele estar avalada por elementos de bolsillo o al menos dar muestra de haberlo poseído. A veces y en alguna de ellas, parecieran estar latentes aquel espíritu “hacendado y hacendoso”. ¿Cuánto se ha democratizado en verdad este espacio festivo? En la otra resaltan la vinculación a lo rural, el movimiento sin protocolo señorial y la participación cooperativa. Se le ha dado una importancia secundaria y apática, a esta última expresión cultural. Es la danza una actividad que también sublimina elementos “negativos”, se emplea para satirizar, o se busca restablecer grupos históricamente relegados, pero también es un espacio de resistencia cultural, que no siempre se vincula o inclina al lado del sector magullado; también se produce una resistencia cultural en los sectores que desarrollan incomprensión, desconfianza y repugnancia ante aquellos que a la luz de sus ojos no son sus semejantes y mucho menos sus conciudadanos.
Es necesario e indispensable recordar que no se trata de generar una imagen antagónica entre estas dos manifestaciones culturales, ni deliberar cuál de ellas es la que se debe apoyar; lo que debemos evaluar son las relaciones interpersonales que se dan en el interior de cada una de ellas y el contacto social que se produce entre ambas, si bien es cierto que nuestra sociedad tiene marcas indelebles de racismo, que no requieren de fecha festiva para expresarse y normalizarse, pues para esa mentalidad y actitud racista, en el calendario no hay fecha que sea mala. Pero en actividades de concentración masiva, como son las fiestas en el sur andino, uno puede ser partícipe de posturas discriminatorias (negativas) que empañan con un aliento tan nocivo (racismo, sexismo y clasismo) a actividades que buscan ser representadas en el marco del respeto.
Una intraculturalidad reflexiva ayudará a vernos en nuestras conductas cotidianas y una interculturalidad dialogante nos brindará la posibilidad de una real integración, quebrando aquellos rezagos que venimos jaloneando desde hace un buen tiempo.
Nuestra región es danza y baile, se expresa a través de ellas; sus emociones y visiones, nuestra inmensa capacidad cultural, tiene que ayudarnos a sobrepasar esas murallas creadas para separarnos y odiarnos. Este árbol torcido que es nuestra personalidad alienada, es resguardada por determinados sectores, que con fiereza o astucia (según como uno quiera afrontar este problema de inautenticidad), a través de determinados medios, hacen más constante que no podamos cuestionar las relaciones que se dan en toda actividad social, sea festiva o no.
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