José Morales
A puertas de celebrar el Bicentenario de la Independencia del Perú, se elevan múltiples voces de júbilo; a nuestro juicio, júbilo sesgado, que abre un espacio para reflexionar y darnos cuenta que los peninsulares, desde que pisaron nuestras tierras, nos forzaron a creer en su religión; y en el tiempo de la cruel colonización, hacernos creer que el cielo estaba destinado a los blancos y el infierno a los indios, porque no tenían alma hasta que no se conviertan a la nueva religión. Con el paso del tiempo, en nombre de Dios, sus misioneros afirmaban que el mejor indio era el que está muerto.
En el siglo XVI, la sangrienta extirpación de idolatrías vino ordenada desde Roma, a la que se sometieron por miedo y como estrategia de sobrevivencia, hasta llegar a la independencia, que la proclamó el General José de San Martín, que subraya “…por la voluntad general de los pueblos y la justicia de su causa que Dios defiende…”. Con esta proclama independentista, continuó para los campesinos la esclavitud religiosa con la misma intensidad que en el tiempo de la colonia que la arrastramos hasta nuestros días, obligados a recibir sus sagrados sacramentos (bautismo, matrimonio, unción de los enfermos etc.) previo pago económico.
No es ajeno para creyentes y no creyentes que la religión llegó al Nuevo Mundo, como el brazo del perdón divino para los verdugos de la Santa Inquisición, para los soldados exterminadores de indios. La religión fue el puente de salvación ante Dios de los nuevos dueños de las tierras que, sin temor, tomaban sus vidas en nombre de su rey y Dios.
Con el anuncio de la salvación de las almas sin la corrupción del papa y la iglesia católica, llegaron también a nuestras tierras los protestantes, para afirmar con más rigor los mandamientos de la Biblia, que castiga a los que no se someten a las leyes del antiguo testamento y las nuevas revelaciones a sus pastores, a los que se les debe abonar los diezmos que manda el libro sagrado como estipendio al sacrificio de los pastores.
La guerra de las doctrinas de los demonios y los santos entre católicos y protestantes, protestantes contra protestantes que se acusan de ser falsos y verdaderos, han aprovechado este fértil terreno de colonización religiosa del miedo a Dios, para seguir carcomiendo la conciencia, mayormente de los humildes y pobres campesinos que siguen creyendo en ese Dios que castiga y envía a las almas al infierno.
A casi doscientos años de la independencia, aún no podemos liberarnos de esa opresión religiosa, que maldice y oprime la creación suprema del mismo Dios que creó al hombre a imagen y semejanza de él mismo, maldice a la mujer condenándola a creer que es la fuente del pecado original para esclavizarla y condenarla a la eterna culpa, cuando el mismo Dios elige a una mujer para su plan de salvación. Mientras que para los viejos habitantes de estas tierras, Wirajjocha los creó para habitar la tierra en armonía con ella, vivir en comunidad y ayuda mutua con el prójimo, a las mujeres les regaló el don de la fertilidad y la ternura de criar a las semillas y con una férrea voluntad de protección maternal divinizada, que los europeos llaman “Fuerza espiritual”.
A puertas de la celebración del promocionado Bicentenario liberador, es bueno pensar en una liberación religiosa que nos permita afirmar nuestra verdadera identidad religiosa, que sí es de libertad y transformación.
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