Nathan Wachtel
Los principales lugares de refugio de los indios insumisos se sitúan en el nacimiento del Desaguadero, así como en el lago Poopó. Hay quejas de que, ocultos entre los pantanos, inaccesibles en los campos de totora, bandas de ochosumas y de iru-itus siguen escapando al control de los caciques aymaras. No se conforman con huir y defender su libertad; su audacia los lleva incluso a atacar los pueblos vecinos para saquear víveres y rebaños. (De hecho, los Uros, consumidores de pescado, aves acuáticas, hierbas y raíces, parecen apreciar mucho la carne). De ese modo, mantienen un estado de inseguridad permanente en la gran ruta que lleva de Cuzco a Potosi y que pasa precisamente por el Desaguadero.
Los aymaras de Machaca, de Guaqui o de Tiahuanaco se ven obligados a escapar en muchas ocasiones, y las autoridades organizan de cuando en cuando expediciones punitivas. Parece que esos trastornos no alcanzan la amplitud de las guerras que se perpetúan en las “fronteras” del virreinato; sabemos que por un lado los araucanos y por otro los chiriguanos opusieron a los europeos una resistencia encarnizada que se prolongó hasta fines del siglo XIX. Sin embargo, es significativo que las rebeliones de los hombres de agua sean mencionadas en varios documentos, junto con las de los calchaquís de Tucuman. Los uros del Desaguadero y del lago Poopó, menos numerosos, aislados en el corazón del territorio colonial y ya en vías de aculturación, peleaban en un combate mucho más desigual; sin embargo, no dejan de ser los indios bravos del interior.
Los ochosumas y los iru-itus
Se trata de luchas oscuras y mal documentadas. Se señala que, tras un levantamiento en 1618, una expedición compuesta de españoles y aymaras, bajo la dirección del curaca de Chucuito, es lanzada contra los cohosumas del Desaguadero. Luego el episodio más conocido, descrito por Calancha en su crónica, y mencionado en las cartas de la audiencia de Charcas al rey, ocurre en 1632 – 1633; de entre los acontecimientos, ciertos detalles particularmente sugestivos merecen nuestra atención, y por lo tanto nos detendremos en estos últimos años.
Los ochosumas acaban de hacer varias incursiones, en las que no solo saqueaban las estancias aymaras, sino que también se atrevieron a atacar las imágenes sagradas. Así, en San Andrés de Machaca “maltrataron una imagen” de la virgen y pusieron la cabeza de un niño Jesús en la punta de una lanza, después de haber matado al indio que custodiaba esos objetos de culto. Consumado el sacrilegio, respondieron a la intimación del curaca de Chucuito, “desvergonzadamente [diciendo] que ni eran cristianos ni querían obedecer al rey, y que yéndose ese Virrey, entonces darían la obediencia”. Entonces, cinco ochosumas (entre los cuales estaba su cacique, Juan Pachacayo) fueron capturados, ejecutados en la plaza de Zepita y sus cabezas expuestas a la entrada del puente del Desaguadero. Lejos de desalentarse, los urus nombraron a otro jefe, Pedro Laime (hijo de su mayor brujo), quien atacó de inmediato el puente para recuperar las cinco cabezas cortadas. Calancha agrega, horrorizado: “y lamiendo con tal efecto la sangre de los palos en que estaban puestos, que los dejaron limpios y blancos, sin dejar en ellos rastros de sangre”. Luego hubo una nueva tentativa del curaca de Chucuito frente a los ochusumas: según la vieja costumbre andina, “les suplicó que les obedeciera”. Pero le contestaron con insultos, tratándolo de “mestizo”, un calificativo pleno de resonancias. Para los urus, el curaca que colaboraba con los españoles se excluía por sí mismo de los lazos de reciprocidad.
Los aymaras intentaron un primer asalto, en el que alcanzaron varias islas flotantes, incendiaron chozas y capturaron (puntualiza Calancha) 700 cerdos y 30 llamas. Es otro punto notable el que aun los urus más primitivos, los más salvajes, ya hubieran adoptado en esos comienzos del siglo xvii un animal de origen europeo y criaran una rica fauna acuática. Es cierto que, gracias a los pillajes, podían acrecentar cómodamente sus rebaños; según uno de los participantes de las expediciones contra ellos, el capitán Juan de Alcalá, habrían robado en 30 años más de 140 000 cabezas de ganado. ¿será acaso una cifra fantasiosa? Por lo menos atestigua que la acumulación también toma otras vías: las del robo e incluso las de la guerra.
Siguen otros asaltos. El curaca de Chucuito lanza 20 embarcaciones en el Desaguadero, que va siguiendo a lo largo del rio con más de 200 hombres. Durante una batalla naval, los ochosumas sumergieron a sus enemigos, pues “se deslizaban con una habilidad increíble a través de los senderos y los pasajes que ellos mismos habían trazado en medio de las totoras”. Entonces intervino en persona el corregidor de Pacajes, el general Rodrigo de Castro (asistido por sus colegas de Carangas y Omasuyo), a la cabeza de 70 jinetes; un escuadrón de 12 hombres ve a los ochosumas en la orilla, se lanza tras ellos y cae en una emboscada; los doce españoles murieron y los demás tuvieron que retirarse a Tiahuanaco. ¡un desastre! El corregidor pidió refuerzos a Oruro, a Potosi, a Cochabamba, a la Plata: un puñado de unos 100 ochosumas tenía en jaque a toda la audiencia de Charcas. […]
Fuente: Nathan Wachtel, “El regreso de los antepasados: Los indios urus de Bolivia, del siglo XX al XVI. 2001, p. 362 – 364
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