Un paseo en el hogar de la coca

De visita a un museo especial



Escribe: :: JULIO CÉSAR QUIJHUA | Cultural - 16 May 2009

Estoy en el jirón Deza 301, a la vuelta del Teatro Municipal de Puno. Tengo que pasar por unas escaleras que conducen a un segundo piso. Suena un “ding dong” cuando cruzo la puerta. Hasta ahí, nada impresionante, salvo la agradable sonrisa de la guía de turno. “Magaly, me llamo Magaly”, me dice. La sigo, contento de empezar un recorrido fascinante por el pasado y las costumbres de nuestros antecesores.


El sitio es acogedor, con una leve sombra que vuelve más misteriosa aún a todas las cosas allí internadas. Son dos habitaciones: la primera con los bailes y las costumbres festivas de nuestros antepasados, y la segunda con todo lo que el tiempo, a través de la sagrada coca, nos ha dejado como legado e irrenunciable identidad.

En la primera, con paso relajado, Magaly me muestra un video de todo lo que somos: veo nuestras danzas, nuestros sentimientos: la waca waca, la morenada, la llamerada, entre otras. Entonces es cuando comprendo mejor a los siete personajes con los trajes típicos que me observan y que, pareciera, me quieren volver a las entrañas del pueblo andino.

Y es que son personas con colores azules, rojos y verdes, con expresiones largas y acostumbradas, que soportan un peso tradicional que, pienso, mucha gente desearía llevar alguna vez. Empero, la verdad es inevitable: nadie podría hacerse maniquí aunque quisiera. Ni modo pues, “nos queda aplaudir”, me consuelo.

Enseguida continúo al salón contiguo, uno donde la coca, en todo su esplendor, me avisa del pasado y de los recuerdos que no se pueden olvidar. Ahí la religión, la medicina, el folklore, y más, con matices de la sagrada hoja, me desmienten de todos los prejuicios que tan avezadamente se lanzan en contra de ella.

Y es que la coca ha tenido, a través de la historia, muchos usos además del de droga. Incluso, en la actualidad, la famosa bebida Coca Cola la utiliza como insumo. Por consecuencia, mi impresión es predecible.

No obstante, son los pequeños muñecos andinos los que con más intensidad me llenan de sentimientos altiplánicos. Son dos varones con sus ponchos y chullos, uno más viejo que el otro, pero los dos con aires recios y perseverantes; y una mujer avejentada, que está junto a ellos, con una cara llena de experiencia y sabiduría. El artesano que las hizo se lució con estas miniaturas, sin duda.

Más allá, exhibiéndose como un tesoro, está un pequeño bote con una carga exclusiva de hoja de coca. Es un navío que identifica. Y más al costado, entre penumbras, dibuja su imagen una pequeña momia. Los brazos cruzados en sus rodillas y los ojos abiertos, fenecidos, me dan la certeza de la calidad del museo. De uno que, injustamente, es poco visitado.

“Es obligado volver”, me digo, y salgo tras de Magaly, quien me acompañó desde el ingreso hasta la salida. Una vez en la puerta, no siento el “ding dong” de la llegada. “Vaya, qué curioso”, pienso.


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