Encuentro con el Ulises II


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Escribe: Elvis Cotrado | Cultural - 01 Mar 2015


Retazo a retazo, el ‘Ulises’ es una obra magistral, concebible sólo por un genio capaz de conocer las literaturas que preceden y las que, como Shakespeare, va a configurar. Solamente los resquicios lúdicos que configuran algunos pasajes, en cuanto son notorios y nos desvían de su profundidad (o se burlan de nosotros), constituyen la trivialidad del todo expuesta para sorprender. Porque la reproducción fiel del sueño no tiene que ser, en cuanto a estética, un intento calcado del arcano onírico, pues siendo esto, discrepe quien discrepe, se adentra más en los lugares comunes del realismo ingenuo que en la realización de su propio arte. Y lo que llamamos, por otra parte, “energía lingüística” no debe confundirse con absoluto “poder de invención”; reside en este último el agotamiento de una lengua creada por la obra; mas la destreza del uso del lenguaje, podemos equivocarnos o no, depende no tanto de la inventiva sino del trabajo ingenioso, empresa que puede resultar totalmente artificial, si se quiere: Shakespeare es quien más conoce la lengua inglesa —dice Emerson—, por eso puede decir lo que quiera. (Y este juicio, se entiende, es aplicable solamente al Bardo de Avon.) El punto de vista, como en recurrente parte de la gran novela del siglo XX, se hace notar entre la nueva producción literaria sin ambages; le brinda autonomía a los protagonistas, cualidad que se contrapone a la omnisciencia del XIX (muestra de ello, entre otros pasajes, es el momento en que Marion Bloom decide que va a contarle a Leopold su adulterio); le otorga originalidad a los seres (el monólogo de Bloom es radicalmente diferente que el monólogo de Stephen Dedalus); les sitúa en sus lugares y no confunden al lector, pese a la gran complejidad del todo (el misterioso narrador en primera persona del capítulo doce parece desentenderse de los dos protagonistas, pero los sitúa más adelante en su narración). El mérito de la obra, en cuanto a personajes, es que cada uno es inconfundible e irrepetible: Gerty McDowell, Buck Mulligan o Paddy Dignam son seres que seguramente no provienen de una cabeza. Cosa distinta ocurre, por ejemplo, en Faulkner, uno de los consagrados escritores experimentales que más aprenden de Joyce.

La vasta novela está compuesta de tres partes, siendo la segunda la más extensa (y en la que aparece, además, Leopold Bloom [en el capítulo cuatro]). Uno puede preguntarse cómo hace un escritor para tratar un día en 908 páginas viendo antecedentes de largos años en novelas de otros autores, hecho que probablemente se avista como el primer óbice en la construcción de una trama (pero ¿importa aquí alguna trama?). Lo cierto es que si un jueves 16 de junio de 1904 transcurre con sorprendente lentitud, no es porque el tiempo sea un inconveniente en la novela; es porque, pensando en el monólogo, que también tiene entre sus cualidades la intemporalidad, los hechos carecen de argumento “técnicamente” ingenioso, cosa muy valorada en la literatura inglesa, si vamos a efectuar una comparación, aunque ésta sea arbitraria (ya que toda comparación, por supuesto, será siempre parcial). El argumento existe, pero es tan sencillo como el transcurrir de cualquier día; lo que hace importante el efecto intemporal de la narración es el repaso estético de la conciencia humana en desorden, la disquisición de ideas cruciales y el contraste de un día normal en una “totalidad”; es la disonancia difícil de percibir la que arma esta novela, que parece desentenderse del argumento: como en un burdel, teatralmente —casi al estilo del ‘Fausto’— pueden ver a seres queridos, muertos hace cierto tiempo, un hombre joven y uno maduro en el ocaso de la pesadumbre de sus conciencias, pueden también miccionar juntos en el patio de la casa del mayor al tiempo de llegar de una golpiza recibida por el menor, claro, a causa de problemáticas discusiones de carácter nacional, cosa común en cualquier taberna. O, mejor, se puede disertar sobre Shakespeare y también observar la conciencia burlesca de un hombre maduro, en traje fúnebre, cuando se percata que a una chica coja le resultan atractivos sus atuendos y su rostro perdido en la playa. Es la disonancia, hay que decirlo, el efecto estético que alcanza Joyce, y en este aspecto no es muy atendido por los críticos como lo es en su estructura paralela a la ‘Odisea’, porque, claro, tiene irrisorio parangón en esto.

Anteriormente he mostrado mi asombro por la duración de la novela y su extensión. Añadamos, pues, este contraste: Para Harold Bloom, comparando la empresa que significa el ‘Ulises’, en ‘Finnegans Wake’, ya no se vive “la historia de la literatura en un día sino en el sueño de una noche”, cuya posibilidad, desde luego, recae en la denominada —por la crítica especializada— obra maestra de Joyce. Aunque el objeto de estos bagajes es el tratamiento del ‘Ulises’, es pertinente, aunque me resulte vergonzoso leer un estudio particular antes que la obra en mención, citar las reflexiones del profesor Bloom respecto a ésta, y porque siendo un libro casi imposible de abordar, para el caso es lícito basar esta opinión en tal estudio. La clave de ‘Finnegans Wake’ es el “sueño”; entre las posibilidades que pondera Joyce se encuentra el tratamiento de toda la historia humana a lo largo de un sueño discontinuo. A pesar del descomunal intento de superar a Shakespeare, enfrentarlo y fundirlo en su obra, como cita Bloom a Harry Levin, “la protesta del gran escritor que ha llegado demasiado tarde” se acopla a la perfección a la aspiración estética joyceana. Si antes se dijo que Joyce envidiaba el público del que gozaba Shakespeare, para este caso la situación del escritor de Dublín resulta dramática (aunque se propusiera de muy buena gana la comedia).[1]

Han de ser apreciadores superficiales aquellos que se limiten a elogiar el artificio, la violación de las reglas del lenguaje y el supuesto ingenio que de ello deviene. La novela sufre violaciones y le añaden aditamentos precisamente porque su naturaleza le exige, cuando se acaban y gastan las formas de expresión, cuando no queda otra manera más que romper la regla, la inevitable búsqueda a por su estética y expresión. Innovar por juego e innovación misma lo hace ya no Joyce sino cualquier pelafustán que se impresiona con lo que no entiende, con la novedad trivial y el oropel barato. No hay mayor abominación que pecar de modisto en la artes y concederle todo el valor de la estética solamente al ingenio.

Concluiremos afirmando lo obvio: ‘Ulises’ es un hito en la novela de todos los tiempos. Por su grandeza, complejidad técnica, elaboración (1915-1921) y otros recursos que, como en toda obra maestra se hacen motivo de eterno estudio, ‘Ulises’ es, pues, una novela quirúrgicamente trabajada, lograda y acabada y, sin embargo, inacabable.

[1] He de insistir: Emerson dice que Shakespeare es el hombre que más domina el lenguaje, por tanto, puede decir lo que quiera. Sin embargo, la información que nos ilustra El canon occidental indica que Finnegans Wake es la obra maestra de Joyce, y, por supuesto, ésta no se limita al idioma ni al lenguaje.

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