Gabo y el niño inédito


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Escribe: Sarko Medina Hinojosa | Opinión - 21 Apr 2014

Foto: Internet/Medios
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Acababa de leer un libro extraño donde los primos no se casaban porque les nacían hijos con colas de cerdo, donde los fantasmas regresaban por la nostalgia que sentía por los vivos y donde los curas levitaban, la lluvia duraba años y el amor verdadero era precedido por mariposas amarillas. El niño estaba confundido. ¿Era posible escribir esas cosas en este mundo?.

Para él la vida era también una maravilla fantástica en que los fantasmas habitaban su casa porque en el terreno habían enterrado niños hacía décadas y sin bautizar, en el pueblo de su madre habitaban hombres que solo salían con la luna llena a cosechar el trigo y él mismo se imaginaba ser el superhéroe del colegio que salvaba a todos.

Era posible un mundo así. Y así lo vivió.

Leyó cada año esa novela extraña escrita por un bigotón sonriente que aparecía en la contraportada y se decía que era el “Nobel” del 82, en una cinta roja. Eras sus amigos los Buendía y hasta consiguió distinguirlos en la maraña de repeticiones cual espejos de sus pareceres.

Leyó la Hojarasca y nunca la relacionó con el mismo que escribió sobre la soledad. Porque para el niño el mundo en Macondo lo definía en todo y la soledad era su compañera. Su ciudad se convertiría en las calles del pueblo de García en el que encontraba motivos para certificar que esa fantasía era tan real como por ejemplo el loco “Rambo” que cuidaba día y noche un galpón abandonado vestido de harapos militares, como el político aquel que decía que robaba pero hacía obra y que increíblemente logró sacar a los ambulantes milenarios del centro de la ciudad y los metía en una antigua cárcel para que siguieran vendiendo sus artilugios de contrabando al resguardo de las paredes del sillar. Como no creer en la fantasía de la realidad cuando soñaba en ir en un camión y de pronto, por el amor redescubierto de su madre viajó en la tolva rumbo hacia Lima en un Volvo N88, con el viento salino de Chala en la cara y sorbiendo fantasía a todo pulmón.

Como no creerle al Gabriel ese cuando su propio abuelo le contaba que en el cerro del pueblo allá en Iquipí, estaba enterrada Chabuca Granda, que ese pueblo era tan grande como Arequipa pero que un terral sepultó todo y que los camarones tienen un imperio con casas y edificios en el fondo del Río Grande.

Como no atestiguar que las palabras del Márquez ese eran tan certeras cuando la abuela que tenía era tan fiera como la de la Cándida Eréndida, pero también tenía el corazón generoso como el de la Mamá Grande. Ella misma le metió en medio del pecho el sinsentido de la irrealidad de sí mismo, como el extraño personaje de una novela de la cual se nutrían quién sabe que personajes que se ocultaban en los enchufes de la casa, grabando todo, filmando todo.
La vida del niño era un sin cesar de comprobaciones que el mundo era tan fantástico como esas hojas ya amarillentas que año tras año, desde los 8 en que las leyó por primera vez, seguían maravillándolo, atormentándolo, imponiéndole un reto.

Lo intentó. Sentía que el colombiano del cual se leyó sin respirar la biografía que escribió Dasso Saldívar, lo retaba a escribir, a construir su propio Macondo. Día a día, en papel colegial primero y luego en papel universitario, dedicaba las mejores horas del estudio a maravillarse por las historias que lo asaltaban a mansalva y trataba de seguirles el paso a la velocidad del lapicero. Dos amigos que tomaban caminos diferentes, tres amigos que sufrían un accidente en su viaje de promo, un niño que le hizo llorar lágrimas de oro a una Virgen, el artesano que ocultó en una imagen los restos de su propio hijo, el ser que se descubrió a sí mismo como la cadena incesante de la creación y muchas historias más que lo único que consiguieron fueron dolerle por no poder igualar al maestro.

Bebió para inspirarse, se inspiró para emborracharse, se perdió en el límite de la cordura y la realidad para vivir lo que no sentía sino lo que deseaba y de nada valió. Cuentos inexactos, y más argumentos rondándolo.

La paz llega con los años. Pero no la publicación. Arrimados en las memorias de tantas otras computadoras, se fueron gestando los libros dedicados a cada aspecto que le enseñó Gabo: la realidad fantástica, la fantástica realidad, la crónica, el cuento para dormir, el policíaco, la descripción con las tripas y la sinceridad con la pluma. Pulidos ya son del agrado de él mismo que al final era lo que importaba.

Cien veces intentó publicar el niño ya convertido en un treintiañero y cien veces algo se interpuso. Pero aún está allí, ahora llorando por la muerte del ídolo, ahora feliz de tener esta historia personal con él, saber que la vida tiene el sentido de la irrealidad cuando la frase salvadora llega por fin a su vida y puede reconciliarse con el deber nunca logrado de publicar: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, y ese niño recuerda alegre porqué es que aún escribe y escribirá, aunque nadie le de el Nobel o menos aún pueda publicar, sabe que escribirá.

Gracias Gabo, gracias por todo.


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